sábado, 11 de julio de 2015

1
NACHO (1)

II
PUNTO DE RUPTURA

A medida que la noche avanzaba, el manto de nubes negras y la lluvia fueron aplacándose gradualmente. No obstante, el viento rugía con todavía mayor furia. Las manecillas plateadas del reloj de sobremesa de Nacho, con detalles de marquetería sobre chapa de cerezo, indicaban que era la una menos veinticinco de la noche y todo, salvo el bramar del aire y el aguacero taladrando las ventanas, permanecía en silencio.
Una y otra vez, el muchacho releía las frases que tecleaba sin confianza en su novela ganado por su mal día. Suspiró abatido y zanjó renunciar por el momento sus pretensiones de escribir para probar a hallar la clave de su inspiración. En circunstancias normales, Nacho Arregui siempre conversaba con su novia a través del Facebook con la esperanza de rescatar su iluminación y de nuevo, ponerse a escribir con tenacidad. Ahora, el chico se sentía solo y desolado y vacío; una parte de su alma había muerto el día de su ruptura con Zoey.
Tanteando despejar la cabeza, inició, desalentado, el Facebook. Repasó las notificaciones que tenía y advirtió que estaba etiquetado en una foto nueva; después la vería y comentaría. Lo que hizo a continuación fue revisar quién se hallaba conectado y, con agrado, comprobó que su mejor amigo, Ángel, estaba en línea.
           Ángel Vázquez era un muchacho meditabundo y prudente que se pasaba el mayor tiempo de su día contemplando abstraído a las personas que caminaban a su alrededor. Por su talante físico, la gente solía temerle y, en la mayoría de los casos, se apartaban de él. Tenía un semblante duro y una mirada penetrante y oscura que en ocasiones resultaba lúgubre y tétrica. Su pelo azabache, desordenado y graso, tampoco le ayudaban a caer simpático a la gente y por eso se acabó convirtiendo, a juicio de Nacho, en un chico solitario y reservado pero no afectado por la soledad. A sus auténticos amigos los podía contar con los dedos de una mano y, sin embargo, eso no le afligía en absoluto. Ángel estaba orgulloso de las amistades sinceras que había consumado a lo largo de su corta existencia y, por ellas, estaba dispuesto, aunque la gente lo ignorase, a todo.
          Nacho y él se habían conocido muchos años atrás durante las primeras semanas de clase cuando acababan de ingresar en la escuela Martín Códax. Con tan sólo seis años, Ángel se paseaba por el patio del recreo siempre con un libro bajo el brazo y una sonrisa radiante en el rostro, eligiendo, sin saberlo, un camino de soledad que lo acompañaría el resto de su infancia, únicamente por ser algo diferente al resto. Nacho todavía evocaba el día que había conocido a su amigo durante el recreo una temperada mañana de otoño en la que las hojas de los árboles comenzaban a amarillear y a caer al suelo, crujientes y resecas, convirtiéndose en el capricho de cualquier pintor con buen ojo en busca de colores cálidos para su paleta. Ángel reposaba sosegado al pie de un grueso árbol de cúpula caduca, leyendo un libro con gozoso apetito cuando Nacho se aproximó junto a él admirado por la curiosa fama del muchacho; un rarito sin amistades que como único compañero tenía siempre un cuento. La primera impresión que tuvo Ángel del niño que se le estaba aproximando, según lo que le confesó años más tarde durante una tarde en la que estaban desenterrando los recuerdos de cómo se conocieron, fue que llegaba para encajarle una tunda como la que le asestaban la mayoría de compañeros de su clase durante los recreos.  No obstante, sucedió lo contrario. Nacho se inclinó fronterizo al chico y como saludo, encajó una amplia sonrisa radiante.
              -¿Qué lees? –preguntó, señalando el fino volumen.
             Ángel lo examinó con desconfianza, temiendo que buscase mofarse de él con algún ensayado ardid. Pero a través de sus ojos, distinguió la sinceridad y decidió confiar.
             -Pablo y el cuervo blanco –murmuró bajando la mirada, avergonzado.
             -Parece interesante, ¿de qué va?
             Ángel miraba con recelo, pretendiendo descubrir cualquier signo de burla. Pero una vez más, aquel muchacho parecía sincero; así que entre balbuceos y titubeos, emprendió a relatarle por encima la trama de la historia, a la cual, el receptor prestaba embriagada atención. Una vez terminó de hacerle el resumen, volvió a dejar caer la mirada, ruborizado, recapacitando sobre lo memo que debía de parecer frente al chico que no cesaba de observarle con curiosidad.
             -¿Cuándo lo acabes me lo prestas?
            Ángel parpadeó para acreditar que no acababa de sufrir una ofuscación y que efectivamente el chico había enunciado la propuesta.
            -¿Te gusta leer? –inquirió Ángel, a media voz.
            -¡Me encanta!
            Por primera vez desde que habían iniciado el diálogo, Ángel dejó escapar un atisbo de sonrisa de niño; cándida y bonita. Al verlo, Nacho descubrió que a ese chico de mirada lúgubre y risa radiante, lo único que le faltaba para ser completamente feliz, era gozar de amigos de carne y hueso.   
         -¡Encantando! Soy Nacho Arregui –proclamó ofreciéndole la mano sin perder la expresión alegre.
Con gesto trémulo, Ángel la estrechó y, nervioso, se presentó a quien podría ser su primer amigo.
-Yo: Ángel. 
Ninguno de los dos supo con exactitud si aquel encuentro fue cuestión de libre albedrío o acto de la complicada red que tejía segundo a segundo la rueda de la diosa Fortuna. Con todo, aquel encuentro marcó un punto de ruptura en sus vidas. Fue el inicio de la Tribu.
       El apego fue mutuo e instantáneo. Al poco, Ángel y Nacho se consideraban uña y carne, hermanos de otra madre; almas gemelas. El entusiasta gusto por la literatura los había unido y, con el tiempo, los volvió inseparables. Los libros que se iban leyendo se los prestaban el uno al otro, con enorme agrado, abriendo ante ellos un mundo paralelo que poca gente lograba entender. De este modo, crecieron y maduraron juntos como personas. Nacho ayudó a que Ángel fuese admitido por la clase, además de encontrar amigos sinceros; por su parte, Ángel le enseñó a contemplar a las personas y entenderlas con solo mirarlas. Así, ese muchacho que durante su infancia había sido segregado  de la gente, ahora degustaba con buen paladar la felicidad. Tenía un talento excepcional para la guitarra, y lo aprovechaba para tocar en el grupo que tenía formado con Nacho y sus amigos. Su madre insistía en increpar que no le había pagado unas clases para que las derrochase en lo que ella apelaba <<música del diablo>; pero Ángel, arisco a esos comentarios, se complacía tocando con su grupo: Iron Dreams.
Un día, cuando ya cursaban la ESO, Nacho decidió que quería ser escritor y le mostró a sus amigos, algunos de sus manuscritos. Ante esto, Ángel tuvo una inicial sacudida de envidia; él también anhelaba ser novelista e incluso había emprendido la ardua tarea de escribir un libro, al que acabó renunciando con el tiempo por falta de talento. Por el contrario, el muchacho tuvo que reconocer el dadivoso ingenio del que gozaba Nacho para la novela. Aquello fue el primer signo de malestar por parte de Ángel hacia el chico. El siguiente fue más o menos por la misma época cuando una chica nueva, llamada Zoey, ingresó en el colegio Martín Códax; pero eso era un mal recuerdo que Ángel siempre deseaba relegar e ignorar. <<Eso es historia>> solía decirse a sí mismo; <<ya lo he superado>>.
Su principal afición, amén de la guitarra y la lectura, era el taekwondo. Ángel Vázquez adoraba ese deporte casi tanto como había venerado a Zoey. Durante años, todas las tardes del curso, sin importar si había concluido sus estudios y deberes, el muchacho escapaba de su vivienda sin ser visto, e iba directamente al gimnasio a mejorar sus potentes y ágiles patadas. Prometía ser una gran expectativa para el taekwondo gallego y eso le inundaba de satisfacción. No obstante, cuando regresaba a su hogar, ya alcanzado el crepúsculo, su madre siempre le esperaba mal maquillada, semidesnuda, y furiosa, en el rellano de la entrada. El muchacho bajaba los ojos temiendo que, si su madre leía su mirada, vería en ella la complacencia que el taekwondo le brindaba, y se lo arrebataría tal como hizo con las clases de guitarra y sus libros.
-¿Qué cojones estás haciendo de tu vida, chaval?
-Perdóname.
-¡Vete a tu cuarto y no salgas; hoy no cenas! ¡Tampoco se te ocurra molestarme; voy a estar ocupada con un hombre en mi habitación!
-Sí, madre.
Años después, todo continuaba igual. Ángel se había encargado por su propia mano de que ningún amigo suyo, ni siquiera Nacho Arregui, conociese a su madre ni estuviese al corriente de lo que acontecía en su hogar: maltratos que recibía, un sinfín de individuos que paseaban diariamente por su casa en busca de placeres adulterios…
Y pese a todo, Ángel Vázquez era feliz.

* * *

-¡Ángel! ¿Qué tal llevas los ejercicios de matemáticas?
-Si intentas iniciar una conversación conmigo para hablar de tus libros, al menos cúrrate una frase creíble; que lo de las matemáticas, en voz tuya, suena demasiado falso, Baquetas.
                -Tomo nota; procuraré ser más realista la próxima vez.
-Nacho: el chico que sabe escribir novelas dignas de ser best-seller, pero que no es capaz de inventarse una excusa decente.
-Te estás pasando…
-No te quejes. Pero bueno, dime, ¿qué tal va Ébola?
-Va bien…
-¿Sólo va bien? ¡Venga Nacho, si por lo que me contaste en clase esa novela prometía ser tu mejor proyecto hasta ahora! Los personajes, la historia…, ¡todo es perfecto!
-Gracias. Pero…, lo cierto es que hoy no vengo para hablarte de mis libros…
-¿Ah, no?
-No.
-Es por lo de Zoey, ¿verdad?
-Sí…
Un relámpago, acompañado de su venidero trueno, iluminó la bóveda negra que se derramaba sobre la ciudad dormida, mientras el aguacero implacable continuaba descargando sus gruesas lágrimas de lluvia en las calles y tejados de Vigo. Semanas más tarde, los escasos supervivientes a la catástrofe hablarían de este diluvio como el llanto de los ángeles premonitorio del fatal destino al que inexorablemente la humanidad era conducida.  
Nacho languideció repasando los mensajes de la conversación con una mirada larga, sin pestañear. Aunque supiese lo que iba a suceder ipso facto, no estaba dispuesto para ello. Desde que Zoey solventó poner punto y final a su relación aquel siete de diciembre, el chico siempre procuraba rehuir de felices recuerdos de su idilio y, sobre todo, ansiaba desechar con la gente la cuestión de su quiebra amorosa porque si fracasaba, sus ojos se llenaban de lágrimas y su mirada se extraviaba buscando recuerdos faustos pertenecientes a un pasado muy reciente.
-¿Qué tal lo llevas? –inquirió Ángel Vázquez, desde la sombra del tétrico salón de su hogar -aunque él optaba por no llamarlo así ya que amparaba la esperanza de poder marcharse de allí algún día-, a través de su ordenador ubicado sobre la mesa de cristal negro en un rincón de la habitación custodiada por una pared de mugre y humedad en la que la escasa pintura pendía en jirones.
Arregui escudriñó en su amplio vocabulario la palabra adecuada para aproximarse a la remota definición de su angustia y desasosiego, pero pronto cayó en la cuenta de la vanidad de su tentativa y no supo qué responder.
-Tu silencio lo dice todo…
Nacho miró la pantalla afligido. Una sensación desagradable agitaba su estómago.
-¿Tocar la batería o leer no te anima?
-No…
-¿Escribir?
-Tampoco… Llevo intentándolo desde hace días, pero en todo este tiempo apenas he completado tres páginas. Todo lo que tecleo últimamente me parece insípido y pésimo, como una obra de Blue Jeans. Me basta con releer las frases para saber que mis palabras no valen nada.
Un largo silencio.
-Di algo, por favor –suplicó Nacho Arregui.
Ángel bajó la mirada y se sorprendió a sí mismo por hallarse en blanco e irritado. Le incomodaba descubrir que una parte recóndita de su ser se complacía por esa rotura con Zoey; si bien porque, aunque fuese inconscientemente, siempre lo había anhelado con vehemencia. Esto avivaba en él un brote de cólera ab imo pectore que agrandaba por segundos. Si se encontrase delante de Nacho, no vacilaría en ofrecerle un cálido abrazo e inundarle, pese a ser de un falso amor, de conforte y alivio. Pero desde la distancia era imposible. Tras un prolongado silencio expresó lo único que le vino a la mente.
-Lo siento, tío…
A Nacho se le formó tal nudo en la garganta que durante unos segundos apenas llegó aire a su cerebro. Después de aquellas palabras vacías ninguno dijo más. Con la discordante sinfonía del fragor de los relámpagos en el exterior, en los cascos del chico comenzó a sonar Carrie de Europe, una de las baladas del rock que más le cautivaban. Y entonces, con la mirada fija en la negra bóveda del cielo, iluminada y escindida por los rayos y el eco de los truenos, el muchacho fue asaltado por un recuerdo que conservaba desde sus primeros días en la educación secundaria, enterrado entre cortinas de felicidad.

Una fría mañana de mediados de septiembre en la explanada de eucaliptos del colegio Martín Códax, Nacho correteaba por el patio del recreo saboreando una ensalada de aromas únicos que sólo allí podía degustar: olor a tierra fresca y de lluvia; olor a bocadillos, zumos y yogures que desayunaban los niños con delicia; olor a tiza y material escolar; olor a eucaliptos y otros bosques plantados en el patio y sus alrededores; olor a sudor y, en ocasiones, olor a orina. Una parte de su subconsciente se creía desdichado por tener que emprender un nuevo curso escolar que duraría un largo año, además de abordar la ESO, lo que muchos calificaban como una auténtica condena. Pero, por otra parte, también valoraba lo bueno que era regresar al colegio y reencontrarse con sus amigos de siempre y dar la bienvenido a los nuevos. A raíz de los saludos con los viejos compañeros de clase, risas, bromas y exclamaciones; en resumen: una embutición de tres meses de verano en tan sólo dos escasas horas, apenas hubo tiempo de fijarse en las caras desconocidas. A Nacho le pareció de pasada que uno era de estatura baja, con una generosa nariz y sonrisa fácil; la otra, una chica callada.
Después del cansino discurso de bienvenida por parte de la directora, en el que no faltó el: <<yo también siento al igual que vosotros el fin de las vacaciones>> y <<esperemos que este curso sea el mejor hasta ahora y trabajemos todos al máximo para que así sea>>, llegó el codiciado recreo tanto por alumnos como profesores. Nacho y sus amigos optaron por jugar una emocionante partida de escondite en la que le tocó quedar a Ángel, envuelto en sus quejas y protestas, arguyendo que hubo trampas durante la elección. Nacho corría eufórico por el patio en busca de un buen escondite donde no ser visto, cuando advirtió que una bandada de palomas se había congregado en el centro de la explanada de eucaliptos, a los pies de uno de los árboles de porte recto y de corteza exterior con aspecto de piel que pendía a tiras dejando manchas parduscas sobre la corteza interior. Las aves lo envolvían todo, como un manto de alas blancas que ondeaba en silencio. El muchacho caviló rodearlas, pero justo entonces advirtió que la bandada le abría paso sin alzar el vuelo. Avanzó a tientas, contemplando cómo las palomas se retiraban a su marcha y volvían a cerrar filas tras él. Al llegar a la médula de la explanada escuchó la estridente carcajada de un niño, perseguido por otro, encordando la mañana escolar. Se detuvo un instante, encallado en un océano de aves plateadas que alzaban el vuelo y, entonces, levantó la vista y vislumbró una silueta digna de rivalizar con Afrodita y de ser la musa del artista más vanidoso sobre la faz de la tierra. Nacho creyó que se disipaba en una visión. La muchacha era la chica callada, recién llegada al Martín Códax, e iba escoltada por Silvia, quien la estaría llevando de tour turístico por el perímetro escolar además de confesarle un sinnúmero de jugosos cotilleos. Lucía una blusa celeste con iniciales níveas bordadas sobre el bolsillo. Los pantalones vaqueros eran de un azul satinado y, atado en su cintura, colgaba un jersey oscuro y desgastado. Calzaba imitación de converse negros de tela roída y mal atados. Su cabello rebelde y dorado se ondulaba como suaves olas a la merced del viento y resplandecían a la luz del sol, además de ensalzar su tez morena. Detuvo su paseo con Silvia y se volvió un instante. Por un segundo, sus ojos de miel se encontraron con los de Nacho y ella le concedió un esbozo de sonrisa, elevando las comisuras superiores de sus labios y definiendo el arco de Cupido, revelando una dentadura blanca y perfecta. Examinándolos con curiosidad, Silvia susurró algo al oído de la joven provocándole una efímera risita y, rodeándola con su brazo los hombros, la invitó a continuar su recorrido por el colegio. El chico las contempló hasta el instante en que desaparecieron de su vista y entonces cayó en la cuenta de algo: se había enamorado de esa sonrisa blanca y dulce; pero sobre todo, se había enamorado de la muchacha que la exhibía. Aquella mañana, Nacho fue el primero en ser encontrado durante el juego del escondite y le tocó quedar en la partida venidera, pero no le importó; todo le resbalaba. Aquel atisbo efímero de Zoey Casal en la explanada de eucaliptos le acompañó durante las primeras semanas del curso y le no le faltó tiempo para decidir que a partir de ese instante, jugaría todo su empeño y constancia en pos de la conquista de su amor.
Fue otro punto de ruptura.

Un rayo quebró la línea del cielo y Nacho abrió los ojos en un respingo. La canción de Europe se había terminado y comenzaban a sonar los primeros acordes, distantes en su mente, de Wanted dead or alive de Bon Jovi. Se desprendió de los cascos reposándolos sobre la mesa, limítrofe al portátil, sumiéndose en un silencio absoluto. La penumbra de su habitación, tan sólo irradiada por la espectral y tenue luz de su ordenador, lo sumergió en un letargo de recuerdos dolorosos; sentía cómo su vida, que hasta ese momento siempre le había parecido perfecta, se desmoronaba sin control. Suspiró consternado. Deploraba su amistad con Guillermo. Echaba en falta el cariño fraternal de su padre. Pero sobre todo, añoraba el amor y calor que Zoey siempre le auxiliaba. Los cimientos de una angustia ineludible comenzaban a fraguarse y una lágrima lánguida y pesada descendió por su mejilla. Escrutó el portátil largamente, cargado de rabia. El Facebook permanecía abierto. Su conversación con Ángel Vázquez perduraba en tablas; Nacho incapaz de continuar si su amigo no hablaba. No debía de hacer ni medio minuto que contemplaba afligido el ordenador cuando escuchó la puerta de la habitación de sus padres abrirse. Apenas tuvo tiempo de alzar la vista hacia la entrada de su cuarto cuando un gritó colmado en cólera resonó en el hogar de los Arregui.
-¡No necesito de tu compasión!
El eco de la voz de su padre se perdió por el corredor de la casa, sumiéndose a continuación en un silencio absoluto. Una corriente de aire helado acarició el rostro de Nacho y lo estremeció en un escalofrío. Contempló, postrado en su silla, inmóvil como una gárgola que colma las almenas de una catedral gótica, la entrada cerrada de su habitación. Escuchó unos pasos ligeros caminar al otro lado de la puerta con insolvencia hasta detenerse frente a ella. No supo por qué, pero el muchacho contuvo la respiración apreciando el sabor amargo de un miedo que emprendía su extensión vanidosa y sin razón por todo su cuerpo. Procurando hacer el menor ruido posible, Nacho abandonó su asiento y se dirigió al umbral de su cuarto. Podía oír el sonido de su propia respiración, de sus propias ropas rozándose al andar, de sus propios pasos aproximándose a la entrada. Cuando ya se encontraba a escasos centímetros y el vaho de su aliento impregnaba la madera de pino de la puerta, pudo escuchar las balbuceantes y consternadas palabras de Esperanza.
-David, escúchame. No lo quería decir con…
­-… ¿esa intención?
Oyó llorar a su madre al otro lado del umbral. Por primera vez, la mujer que siempre se había mantenido firme y recia como un pilar indestructible ante las lágrimas, le pareció más frágil y más niña que nunca.
-¡Escúchame tú, Esperanza! ¡No sabes lo que está por llegar! ¡¡¡No tienes ni idea!!! Y lo que menos necesito ahora son de tus estúpidos lamentos y lloriqueos.
Nacho tragó saliva, abrumado, notando como los vellos de su nuca se erizaban.
-Cariño, por favor… Tus hijos también están preocupados por ti –declaró Esperanza, a media voz-. Te lo suplico: dime qué te ocurre…
Y entonces lo escuchó. David Arregui lloraba de rabia.
Sonó un leve toque en su puerta. Supuso que su padre, apenas lográndose mantener en pie, se habría arrastrado hasta un rincón buscando a tientas en la penumbra un lugar en el que apoyarse. La trémula y lejana voz de su madre llegó a oídos de Nacho.
-David…
Sólo obtuvo silencio.
Nacho no lo pudo ver ni confirmar, pero estuvo seguro de lo que ocurrió. Había sucedido lo mismo cuando David Arregui tuvo que revelarle a Esperanza el fallecimiento de su madre Natasha. De nuevo y, como en el pasado, David Arregui bajaría la mirada largamente, sin pestañear, hacia el vacío. Chasquearía la lengua y a continuación se quedaría mudo unos segundos. Temblando. Tardaría un rato en despegar los labios. Esperanza buscaría su mirada evasiva, en la penumbra y, al no encontrarla, surgiría una sombra de terror en sus ojos. Entonces, ella tomaría su rostro con las manos y le obligaría a mirarla. Se encontraría ojos sin vida, vacíos, consumidos de rabia y de pérdida. Sería en ese momento cuando David Arregui, con el rostro descompuesto y la voz rota, realizaría su terrible confesión.
-¿Es que no lo entiendes, Esperanza…?
El corazón de Nacho batía en su pecho como si el alma se le quisiera escapar y desaparecer para siempre.

-… Todo va a terminar. Es el fin…

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