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NACHO (1)
VII
REIYEL EN EL PAÍS DE LAS
MARAVILLAS
-A Doña Paquita se la llevó una enfermedad a principios de noviembre.
Sin nadie que deseara o pudiera hacerse cargo de mí, ingresé en el orfanato ese
mismo mes. La soledad que sentí allí no se puede describir con palabras, Zoey.
Tampoco la rabia. Pasaba los días enojada conmigo misma porque creía que nadie
me quería y que, tarde o temprano, todos me abandonaban. Con el paso de los meses, ese
sentimiento de rabia fue desvaneciéndose dejando un vacío de tristeza y
melancolía que sólo sabía aplacar con la pluma que me había regalado mi padre.
El resto de muchachos y muchachas del hospicio nunca me dirigían la palabra, y
yo no me decidía a dar el primer paso. Por si no fuera suficiente con eso,
había tres chicos, un poco más mayores que el resto, que encontraban divertido
escarnecer y avasallar al resto de los huérfanos. Eran Martín Canaval y sus dos
perritos adiestrados: los gemelos Gutiérrez.
>>Un día en el que ya no soportaba permanecer más tiempo allí
encerrada, burlé la seguridad del orfanato y me escabullí por la pequeña urbe
dejándome inundar por su manto de libertad. Aquello se convirtió en rutina.
Todos los días sorteaba la guardia de los sacerdotes y desaparecía entre las
infinitas callejuelas de la ciudad. Recorría durante horas la serpenteante
costa que abrigaba La Coruña mientras oteaba un vasto océano que semejaba no
tener fin. Soñaba que lo atravesaba alcanzando nuevas tierras, para mí
desconocidas, en las que topaba aventuras y amigos que me hacían olvidar mi
soledad. Un poco antes de la noche, siempre regresaba al orfanato a la hora de
cenar, para que nadie notase mi ausencia. Así sucedieron todos mis días hasta
mediados de 1978. Efectuaba una de mis excursiones en torno la Torre de Hércules,
en abril, cuando decidí encaminarme rumbo a la Playa de las lapas, una hermosa
cala que había descubierto tiempo atrás y de la que me había prendado por su
paz y magníficas vistas hacia el océano y acantilados que guarecían el
grandioso faro de origen romano. Cuando la blanca y suave arena besó mis pies
desnudos, reparé que dos chicos de más o menos mi edad jugaban en la orilla,
entre olas que se mecían a merced de una brisa apenas notoria. –La sonrisa que
se dibujó en Reiyel, cómplice de los recuerdos resurgidos, era una cicatriz de
su distante felicidad-. Luchaban entre sí con las escuálidas ramas de un árbol
cual espadachines de una galaxia muy muy lejana, siendo uno de los chicos el
héroe de la épica batalla y el otro un villano de respiración difícil y
automática.
>>-Te estaba esperando,
Miguel –indicó el muchacho que recreaba al villano mientras mantenía firme
su arma, sin perder detalle alguno de su rival-. Por fin volvemos a encontrarnos. Ya se ha cerrado el círculo; cuando
me separé de ti no era más que el aprendiz. Ahora yo soy el maestro.
>>-Sólo maestro en maldad –replicó
el otro.
>>Y sin mayor demora se sumergieron en una legendaria batalla de
estocadas y ataques. Ninguno se dejaba intimidar ni superar por el rival,
conservando ambos su firme posición de ofensiva sin tregua a la vista. Largos
minutos perduró el épico combate de sables antes de que uno de ellos, el
villano, se enojara porque el héroe no respetase las reglas del juego al no
dejarse matar.
>>-Y una puñeta que voy a
dejar que me mates, David –se quejó el protagonista del juego-. Todos sabemos que Ben Kenobi podría
derrotar a Darth Vader cuando quisiera.
>>-Dos cosas, melón: en
primer lugar deja de llamarle Ben Kenobi, su verdadero nombre es otro, inculto;
y en segundo lugar, es sabido por todos que Darth Vader le mata en la Estrella
de la Muerte.
>>-Por mi como si matan a
ALGÚN PERSONAJE HISTÓRICO. EL viejo Ben es invencible.
>>-Lo que me faltaba por
oír, canijo. Ahora me dirás también que Luke es el hijo de Darth Vader.
>>-Eso es una estupidez, no
tiene comparación. Es como si…
Pronto se percataron de mi presencia y, volviéndose bruscamente hacia
mí, no les faltó tiempo para examinarme entre susurros y miradas indiscretas.
Aterrorizada por la vergüenza y sus murmullos inquisidores, retrocedí con pasos
cautos y los ojos fijos en la blanca arena. Mentiría si no señalara que estuve
muy cerca de abandonar aquel hermoso lugar, consciente de que ese duelo de
miradas lo había perdido yo. Mentiría si no señalara que estuve muy cerca de
regresar al orfanato, consciente de haber aprendido la norma de no escaparme
más. Y… también mentiría si no señalara que durante el resto de cada uno de los
días de mi vida me he cuestionado qué hubiera sido de mí si la rueda de la
fortuna jamás hubiese puesto en marcha lo que a continuación sucedió. –Reiyel
sonrió con más amargura que tristeza-. Es sorprendente como a veces una sola
acción, una dimunuta acción en nuestras vidas que se asemeja poco
transcendente, es capaz de marcar el destino de toda una vida. Un segundo puede
cambiarlo todo, Zoey; para bien o para mal.
Uno de ellos se aproximó acompañado de cerca por su amigo que le
procuraba seguir el ritmo con largas zancadas. Llegaron hasta mí e hicieron sus
respectivas presentaciones. El que iba delante, el más guapo y extrovertido, se
llamaba David. David Arregui. Era un muchacho que lo escrutaba todo con
esmerada curiosidad y que no parecía perderse ningún detalle. Sus ojos,
reflejos de calma y paz, eran tan grises que parecían casi negros, y con cada
mirada que realizaba al mundo que le envolvía aprendía algo nuevo. Su pelo,
perlado en sudor, era castaño y lacio, con un flequillo cortado de manera
irregular que caía sobre su frente acomodándose de forma desordenada.
>>Miguel Casal era todo lo contrario. De constitución débil,
pálido y con aspecto enfermizo, titubeaba siempre que hablaba con alguien que
no fuese su íntimo amigo David. Con un año menor, sus rasgos se esculpían
delicados como el cristal y su mirada erraba nerviosa y evasiva tras unos ojos
azules. Su espesa cabellera marrón rojiza se mecía larga y desaliñada mientras
sus dedos se entrelazaban con gesto inquieto.
Una sonrisa sincera resbalaba de los labios de Reiyel Aladiah cómplice
de los recuerdos revividos.
-Cortesías aparte, desde aquella tarde David y Miguel se convirtieron en
mis mejores amigos. Quizá, bien pensado,
en algo mayor. Mucho tiempo más tarde, cuando aquellos días de ensueño infantil
concluyeron, escuché una frase que decía, si bien no me equivoco, <<la
familia es algo más que sangre>>. Ahora, intoxicada de soledad, es cuando
le doy sentido a esas palabras tan verídicas. David y Miguel lograron ofrecerme
en apenas un año y medio lo que mi padre no consiguió darme en seis. No me
malinterpretes, Zoey. Esto no significa que odie a mi padre, ni mucho menos. No
le culpo de sus múltiples problemas con la droga, el alcohol y las depresiones
porque soy consciente que le tocó ejercer de cabeza de familia en un mundo
cruel y sin el apoyo de su amada. Fracasó en su labor como padre, sí, pero creo
que hizo todo lo que estuvo en sus manos para intentar remediarlo al final de
todas las cosas.
Reiyel sonrió con cierta tristeza y evitó mi mirada al darse cuenta que,
nuevamente, se estaba desviando del tema.
-Con Doña Paquita comencé a experimentar mis primeras dosis de afecto.
Con David y Miguel descubrí lo que significa la familia y su amor constante a
través de seres queridos a los que les importas. Siempre que podía, escapaba
del orfanato y me reunía con ellos para compartir sonrisas y aunar nuestra
felicidad. Sus casas estaban abiertas para mí y sus familias, me recibían de
muy buen grado y siempre con los brazos bien abiertos. La familia de cada uno
de ellos era completamente diferentes. Lo más curioso era, sin embargo, que la abuela de Nacho y
su tía abuela… -Reiyel se dio cuenta que nuevamente se desviaba del tema que la ocupaba-. Me he
vuelto a perder en la prisión de mis recuerdos. Son demasiados, lo siento. Fueron los días
más felices de mi vida. También los más fugaces…
Hubo un largo silencio de miradas encontradas.
-¿Ese tal Miguel, tímido y fiel escudero de su amigo, era mi padre?
Reiyel asintió con una sonrisa desganada y se frotó los ojos.
-Tu padre ha sido siempre leal a sus seres queridos, Zoey; lo cual, a mi
parecer, le honra como persona. La brillante y noble virtud de la honestidad ha
desaparecido. En su lugar, la falsa lealtad ha ido expandiéndose como si de una
pandemia en alza se tratase.
El discurso pedagógico y lingüístico de Reiyel no conocía límites. Con
cada nueva palabra que confería hacía crecer mi admiración por ella.
-¿Con ese tal David sigue usted en contacto?
-No. Lo que mencioné antes sobre la falsa lealtad se puede emplear
conmigo. Cuando perdí el contacto con tu padre también lo hice con David.
Desgraciada de mí, me desatendí de los dos…
-¿Y no intentó nunca restablecer el contacto con ellos?
-Con Miguel lo hice el día en el que le entregué el Malleus Maleficarum, pero la cosa no fue más allá porque así lo
deseé yo. Respecto a David, es otro cantar. Me consta que él nunca quiso
recuperar la amistad que yo destruí porque nunca me lo había perdonado. No
puedo culparle por ello…
-¿Por qué lo hizo, Reiyel? ¿Por qué se alejó de todos aquellos que le
querían?
Reiyel se mordió los labios y me miró largamente.
-Hoy vuelvo la vista atrás y todavía no sé responderme a esa pregunta.
Suelo tratar de convencerme que todo cambió en nuestro último encuentro en
1979; que a partir de entonces, si hubiéramos seguido en contacto, ya nada
volvería a ser igual…
Efectuó una breve pausa y dejó escapar un soplido.
-Todo terminó en aquel anochecer: el tartamudeo; los ojos vacuos de David Arregui; mi silencio agónico ante la revelación de mi amigo; las cartas esparcidas sobre la mesa creando un destino... Sí. Todo
terminó en aquel anochecer. Al menos eso es lo que me suelo decir. Sé que en el
fondo, Zoey, son palabras vacías que me repito a mí misma una y otra vez para
llegar a creérmelas algún día y, sobre todo, para poder conciliar el sueño por
las noches.
Reiyel sonrió con cierta tristeza y evitó mi mirada. Los labios le
temblaban y los recuerdos la devoraban por dentro.
-¿Qué sucedió en ese último encuentro? –pregunté.
Envuelta en uno de sus silencios de mirada extraviada, se relajó y
asintió encogiéndose de hombros.
-El calendario sufrió el transcurso del tiempo y 1978 dejó paso a 1979
–explicó Reiyel, con el alma en los pies-; año que quedaría grabado para
siempre en la memoria de nuestro país por acoger las primeras elecciones
democráticas desde tiempos de la Segunda República. Recuerdo que en el día de
Navidad de 1979 David Arregui formuló aquellas palabras que durante días
arrebatarían mi sueño. Palabras manifestadas sin acritud pero reveladoras de
los deseos más insondables con los que un niño de ocho años puede soñar;
ambiciones frías y desquiciantes que tuvieron su fruto en la terrible posguerra
y Transición que castigaron España.
>>Aquel año la Navidad resultó fría y plomiza y la Nochebuena
tampoco se mostró diferente. El sol apenas se vislumbraba enclaustrado en una
bóveda deslucida que teñía la ciudad en una penumbra ajada. En aquel sórdido
clima se entreveían los primeros indicios de tormenta. Como de costumbre, la
tarde se manifestó tranquila aunque también entretenida. En aquella ocasión,
antes de que yo regresase al orfanato, paseamos hasta Punta Herminia escoltados
por las últimas luces del día como única compañía. Nos sentamos en silencio al
borde del acantilado, guardián del Este de la Torre de Hércules, y escrutamos
en un mutismo delicioso el vasto océano que se extendía hasta donde nos
alcanzaba la vista. El mar relucía en un tinte metálico y opaco. La tormenta
llegaba. David Arregui lo observaba, absorto.
>>-Son unas vistas
maravillosas, ¿no os parece? –La voz de David Arregui llegó a nosotros
impregnadas por un tono oscuro y frío-.
Cuando se contempla este regalo del cielo en la tierra, uno se olvida de todos
los seres queridos que una vez le han acompañado en el viaje de la vida, y la
paz colma su corazón. Es como si los recuerdos desaparecieran.
>>Habló sin brusquedad, pero sus palabras guardaban severo
sufrimiento.
>>-¿A qué te refieres,
David? –inquirió Miguel, intrigado por su discurso.
>>-Es muy sencillo: sin
recuerdos no existe el dolor. –Las seis últimas palabras se le atragantaron
en una suerte de murmullo ahogado, como si le produjera angustia pronunciarlas.
>>Miguel le miró con la misma extrañeza con la que se observa a un
desconocido y se limitó a no responder. Por mi parte, no saciada todavía con la
respuesta con la que nos brindó, respiré hondo antes de hablar.
>>-¿Hay algo que te
atormente, Sombrerero?
>>David Arregui dudó un instante. Miró hacia abajo, donde las
rocas del acantilado entraban en el mar como una garra afilada provocando el
tormentoso embate de las olas al romper en ellas.
>>-Respondedme: ¿vosotros
tenéis algún sueño?
>>-¿Un sueño? –dijo
Miguel.
>>-Exacto. Algo que anheláis
desde lo más hondo de vuestro corazón. Un deseo por el que estaríais dispuestos
a pagar cualquier precio, por elevado que sea, con tal de verlo cumplido.
>>-¿Cualquier precio?
–pregunté con la voz queda, revolviéndome en mi asiento, intranquila-. ¿Cómo cuál?
>>Pero él se concedió uno de sus silencios de expectación antes de
confesar.
>>-Vuestra alma, por
ejemplo. –Sonrió, la mirada perdida en la distancia.
>>-¿Nos estás preguntando si
tenemos algún sueño por el cual estaríamos dispuestos a perder nuestra alma?
>>-Exacto.
>>Le contemplé durante un largo instante, muda. Deseaba descubrir
si hablaba con sarcasmo o estaba bromeando. Deseaba que fuera así, pero el tono
de su voz era formal, prudente.
>>-Nos estás tomando el pelo
–espeté con impaciencia.
>>David Arregui negó, sin acritud.
>>-Yo tengo uno de esos
sueños, Reiyel. Uno en el que creo
con todas mis fuerzas y por el que estoy dispuesto a perder mi alma,
sacrificándola.
>>-¿Qué es? –mascullé.
>>-Paz.
>>No había rabia ni ira en su rostro, sólo frialdad.
>>-¿Es ése tu sueño? ¿Paz?
¿Crees que se obtendrá algún día?
>>-Sí… Lo creo –le oí
decir-. Yo la obtendré…
>>Sus ojos brillaban en un pozo sin fondo, oscuros como el alma
más indómita y atormentada del noveno círculo infernal.
>>-¿C-c-cómo? –consiguió
articular Miguel en un jadeo, tartamudeando por primera vez ante su mejor
amigo.
>>-Convirtiéndome en Dios –dijo
él con serenidad-. Tan sólo alcanzando el
grado de Dios se puede aspirar a cambiar este mundo tormentosamente podrido; es
el único modo de obtener la paz.
>>Le
contemplé en silencio. El cuadro que tenía ante mí era el de un extraño que
apenas reconocía. La paz del odio ardía en sus ojos grises y su sonrisa,
envenenada de ambición, cortaba como el hielo. Nunca olvidaré cómo entonces
comenzó a caer una fina cortina de nieve en polvo con infinita parsimonia.
Tampoco olvidaré cuánto le temí en aquel tormentoso anochecer.