1
NACHO (1)
III
FORTUNA, IMPERATRIX MUNDI
La
incomprensión ante la revelación de David Arregui generó en Nacho preguntas
inevitables y, sin respuestas, que se batían en su mente imberbe como olas en
una tempestad. Aquella confesión le había robado la respiración y el sueño.
Pero sobre todo, le había introducido una letal dosis de miedo tóxico en su
cuerpo. Nacho posó lentamente su mano sobre el pomo dorado de la puerta. Los
dedos le temblaban. Iba a intervenir en la conversación. No sabía cómo hacerlo,
pero se veía obligado. Tragó saliva y, de repente, cuando se disponía a abrir
la puerta, desgranaron las primeras notas de Fortuna, imperatrix mundi, el principio de los Carmina Burana; los poemas medievales inmortalizados por la
majestuosa e impactante cantata de Carl Orff. Nacho reconoció la melodía al
instante. Esa impresionante cantata era el tono de móvil de su padre; su
canción predilecta. Siempre que gozaba de la ocasión brindaba al público que le
rodeaba de un coloquio gratuito, cercano a la tesis en opinión de Nacho y,
demente en dictamen de Esperanza, sobre el significado y los orígenes de la
melodía. Solía explicar que Carmina
Burana es una colección de cánticos en latín creados aproximadamente en
1230 y atesorados en un códice descubierto en 1803 en Benediktbeuern, Alemania,
por Johann Cristoph von Aretin. Se jactan de satirizar y criticar sin piedad a
todas las clases sociales en general, pero con una ensalzada tenacidad a las
personas que ostentaban el poder en la corona y, sobre todo, al clero; además
de elogiar los placeres carnales y el goce de la naturaleza. David Arregui
concluía sus catedráticos discursos de la misma forma. <<Lo más
emocionante y extraordinario de este Codex
y sus impecables versos es que, además de exaltar el destino y la suerte, es la
más grande y antigua colección de versos de carácter laico medievo>>. Más
tarde, cuando el crepúsculo de la noche alcanzaba la ciudad y el silencio tan
sólo era interrumpido por el ladrido de algún perro de casas cercanas, David
Arregui solía aproximarse a su hijo, escoltado por el eco de sus propios pasos
al entrar en el salón. En silencio, se sentaba junto a Nacho en el sofá
naranja, contiguo al amplio ventanal que por el día dejaba entrar una luz
relajante que encendía la habitación y por las noches filtraba pequeños dardos
de luna. Permanecía callado, escrutando el televisor mientras se acariciaba la
comisura de los labios. Pensativo. Nacho siempre tuvo la certeza de que las
imágenes de la pantalla no llegaban a él. Cuando sus miradas se tropezaban en
el silencio nocturno, ninguno decía nada, solamente se sonreían. Aun así, el
muchacho vislumbraba angustia y tristeza en los ojos de su padre. Nunca tuvo el
valor de preguntarle el motivo.
Desde niño Nacho había aprendido a respetar los silencios prolongados y
meditabundos de su padre porque Esperanza lo había sugerido así. Según ella
tenían origen en el incesante estrés al
que David Arregui se veía sometido en su trabajo. Como enfermero era testigo
diario de la jactanciosa crueldad de la muerte al congraciarse la vida de
ciertos pacientes pese a todas sus competencias profesionales. Nacho reconocía
su comprensibilidad ante la opinión de Esperanza, aunque también consideraba
que el desconsuelo de su padre era engendrado por otras causas mayores. Causas
que ignoraba por el momento. Con todo, David Arregui era una persona en quien,
según su esposa, brillaba la luz y pocas veces se desprendía de su sonrisa
sincera y contagiosa. Alma pacífica y bondadosa, siempre buscaba ayudar a los
que más lo necesitaban y de ningún modo se resignaba a dejar a alguien
desamparado ante un destino cruel e incierto.
-Hacerlo estaría en contra de toda mi ética –solía explicar, pesaroso.
Nacho había llegado a la conclusión de que ese era el motivo por el cual
su padre se formó como enfermero en la universidad de Santiago de Compostela.
Su consagración al auxilio de los necesitados no conocía límite.
A Esperanza le gustaba describirlo como un romántico fanático en su
época de juventud cuyo entusiasmo por autores como Gustavo Adolfo Bécquer, José
de Espronceda, Mary Shelley o Edgar Allan Poe, eran tan sólo comparables con
sus ansias de libertad y un espíritu de rebeldía que no conocía límites. Según
ella, David Arregui pasaba tardes enteras leyendo en cementerios, ruinas y
diversos lugares lúgubres que lo acercasen más a ese espíritu romántico que le
ayudaba a evadirse del mundo real y sus problemas en compañía de su mejor amigo
Miguel. David Arregui era un lector voraz que cada verano hacía una relectura
de Los Miserables de Victor Hugo. Era capaz de pasarse horas contemplando
maravillado cuadros de la época oscura de Goya, cuyos trazos grotescos y paleta
sufridora le cautivaban. Su obra predilecta y que más fervor le causaba era El caminante sobre el mar de nubes de
Caspar David Friedrich, cuyo paisaje desgarrador era tan increíble como el
reflejo de la inquietud humano de los románticos. Era capaz de pasarse tardes
enteras contemplando en un mutismo religiosa la pintura mientras de fondo
sonaban versos de John Keats y Lord Byron que tenía guardados en un CD que
Esperanza le había regalado varios años atrás.
-Realizada en 1818, El caminante sobre el mar de nubes no es la pintura de alguien que sube en su día libre una montaña y se pone a contemplar su paisaje –solía decir-. Es algo más. El personaje, el cual algunos estudiosos lo han identificado con el propio Friedrich, representa al ser humano como un avatar al estar de espaldas y no disponer de un rostro en concreto; es decir, podemos ser todos. Cuando uno es capaz de entender el rol de dicho personaje es cuando verdaderamente la pintura cobra vida. El mar de niebla no conoce límite. Se extiende hasta el infinito y parece confundirse con el cielo suprimiendo de este modo la línea del horizonte. Personalmente, el mar de niebla significa lo desconocido, lo que está por llegar pero a lo que en algún momento vas a tener que enfrentarte. Es la lucha solitaria de un hombre que pese a ocupar el centro de la composición acaba por quedar relegado a un segundo plano.
David Arregui casi nunca habla
de su pasado y Nacho aprendió a no hacer cuestiones sobre dicho tema. Esperanza
le reveló que sufrió grandes traumas en su infancia y que los había superado
aprendiendo a ocultarlos con el tiempo.
* * *
Una noche
cerrada, sin estrellas ni cielo, David Arregui se atrevió a romper ese eterno
silencio y juego de miradas.
-¿Sabes por qué siempre que
tengo la oportunidad alardeo sobre los Carmina
Burana?
Nacho negó sin apartar la vista del televisor.
-Me recuerdan al motivo de mi llegada a este mundo.
En un mutismo que su padre ya tenía ensayado, el muchacho perdió el
interés en las imágenes de la pantalla y lo contempló con la misma curiosidad
de quien mira a un desconocido que, de pronto, acapara toda la atención de uno.
-¿Qué quieres decir? –preguntó, bajando el tono de voz hasta el susurro.
-Nadie nace por casualidad, Nacho. O al menos eso pienso yo –precisó
David Arregui-. Todos los que llegan a este mundo lo hacen por algún motivo.
-¿Estás hablando del destino? –inquirió el chico.
-No. Estoy hablando de algo mucho más grande…
El adulto se relamió en una sonrisa viperina.
-… Me refiero a la diosa Fortuna.
El muchacho frunció el ceño.
-La diosa Fortuna erige el camino que va a tomar cada ser vivo incluso
antes de que éste nazca. Dicho de otro modo: ese camino es inamovible y, por
mucho que uno luche o se esfuerce en hacerlo cambiar, será en vano. Alea iacta est.
-¿Alea iacta qué?
-Latín, hijo. Para aclararlo: la
suerte está echada.
Unos segundos de silencio, Nacho sin saber qué decir.
-Papá, ¿insinúas que no poseemos la capacidad de cambiar y establecer el
rumbo de nuestras propias vidas?
-Exacto. El Libre Albedrío no existe. Por más que uno luche, se
sacrifique y tome decisiones que parezcan adecuadas, nada va a cambiar. En
resumen: es inevitable no llegar al camino que uno tiene marcado desde su
nacimiento.
Nacho rio.
-Una teoría muy interesante, papá. Aunque no estoy de acuerdo.
-La verdad es que no me sorprende. Yo a tu edad, si te soy franco,
tampoco creía en lo que te acabo de confesar.
Nacho lo miró de soslayo.
-¿Y qué te hizo cambiar de parecer?
Un silencio.
-Acabarás descubriendo que tengo
razón; eso es lo que importa –adujo David Arregui, rehuyendo sus ojos.
-Supongamos que, en un
hipotético caso, todo lo dices sea cierto. Dime, entonces, ¿cuál es mi destino?
¿Qué tiene la diosa Fortuna reservada para mí?
Su padre suspiró.
-Pocas personas gozan del
privilegio de conocerlo a priori,
Nacho. Es más, descubrirlo antes de lo necesario es demasiado peligroso. Si alguien descubriera su destino antes de la hora debida, podría terminar en la más terrible de las locuras, o peor aún..., conducirlo hacia su propia perdición. La gente suele descubrir lo que la diosa Fortuna
tenía preparado para él en el solsticio de su vida, en el otoño de su
existencia, en la visita de la Parca, a los albores de la muerte.
-Entonces tú no deberías conocer
el tuyo y…, sin embargo, lo haces.
David Arregui sonrió en una pausa dramática y estudiada.
-Certum est.
El muchacho puso los ojos en
blanco harto de ver cómo su padre se regocijaba concibiéndose a sí mismo
erudito al intercalar latinismos en sus oraciones. Forzando una sonrisa
beatifica, calibró toda la información recibida para formular su siguiente
cuestión.
-¿Cómo? –preguntó-. ¿Cómo lo has
descubierto?
David Arregui escrutó a su hijo
con cautela, como si se debatiese en decirle algo que tenía atascado en la
conciencia.
-¿Alguna vez te he hablado de
los versos de Fortuna, imperatrix mundi?
El chico hizo ademán de protesta
por la ignorancia a sus palabras, pero se limitó a negar con un leve gesto de
cabeza, como un alumno obediente a su profesor.
-Fueron los tres últimos versos de ese poema, Nacho, los que me
mostraron, en parte, el camino que la diosa Fortuna había erigido en mi vida.
David Arregui se aclaró la
garganta y, perdiendo su mirada en la penumbra del salón, recitó aquellos
versos de Fortuna, imperatrix mundi que
se sabía de memoria.
quodper sortem
sternit fortem,
mecum omnes plangite!
Nacho lo miró intrigado. Su padre se los tradujo para que los pudiese
vislumbrar y admirar.
porque la Fortuna
hace caer al
fuerte.
¡Llorad todos
conmigo!
David Arregui suspiró.
-Papá, ¿estás insinuando que estos tres versos hicieron que te dieses
cuenta del camino que la diosa Fortuna tenía reservado para ti?
-Algo parecido.
-¿Algo parecido?
David Arregui se sonrió con pesadumbre y desvió la mirada, en silencio.
Nacho sacudía rítmicamente la pierna, subiendo y bajando la rodilla.
-Estos versos fueron creados expresamente para mí.
Nacho sonrió amargamente decepcionado por la respuesta.
-Entiendo. ¿Es esto alguna especie de broma?
Su padre negó.
-Entonces explícate.
-Ignorando la hostilidad que destilan tus palabras, Nacho, voy a
confesarte algo.
-Sorpréndeme.
-A cambio tengo que pedirte que esta conversación que hemos tenido hoy
quede en el olvido. Para siempre. O…, al menos, temporalmente. Volverá a tu
cabeza cuando sea el momento adecuado y estés preparado. Hasta entonces,
olvídalo. Quid pro quo.
El talante del chico denotó su incomprensión al latinismo manejado.
Durante varios segundos, el adulto se limitó a sonreír plácidamente. Cuando
Nacho ya había abandonado toda esperanza de que su padre retomase el habla,
David Arregui precisó:
-Para que lo entiendas: Quid pro
quo; una cosa por otra. En este
caso, mi confesión por tu silencio.
El muchacho asintió repetidamente sintiendo un frío repentino en su
cuerpo. El rostro de su padre quedó velado en la penumbra de la habitación. Sus
ojos se insinuaban en la oscuridad como llamas incandescentes.
-Verás, Nacho: todo lo que he expuesto hasta ahora es más o menos
cierto. Sé que los versos de Fortuna,
imperatrix mundi han sido escritos para mi nombre porque yo lo he deseado
así. Asimismo estoy al corriente del camino que la diosa Fortuna ha establecido
para mí puesto que yo mismo lo erigí. Establezco todas las elecciones a mi
antojo y concibo el mundo a mi manera y parecer porque yo…
El chico apretó los labios sintiendo el palpitar de su corazón en las
sienes. La pantalla del televisor iluminó entonces el semblante de David
Arregui en un haz de fantasmagórica luz azul, tenebrosa. Su sonrisa lobuna heló
el alma de Nacho. Sus ojos eran zarzas ardientes.
-… soy Dios –susurró, la voz y la mirada envenenadas de odio.
Al principio, el chico creyó que no le había oído bien.
-¿Qué has dicho?
-Lo que has oído. Yo soy Dios.
Nacho lo contempló mudo durante varios minutos que semejaron horas. El
adulto le pasó la mano frente a los ojos un par de veces, como si quisiera
asegurarse de que todavía seguía consciente.
-¿No dices nada?
Nacho temblaba. Se dio cuenta de que le temía.
-No tengas miedo, hijo. Soy yo –le dijo posando sus manos sobre el
regazo con delicadeza. Su tacto era reconfortante.
-Papá…
David Arregui se arrodilló junto a Nacho y posó su mirada sobre la suya.
Le tomó la mano y la asió con fuerza.
-Nunca olvides esta conversación. Algún día la necesitarás para
solucionar el complejo rompecabezas en el que vives.
Nacho quiso responder pero no encontró palabras. Se le había formado un
nudo en la garganta.
-Tampoco olvides nuestro trato, hijo. Recuerda: Quid pro quo.
El joven asintió en un largo silencio de miradas encontradas. Entonces
su padre se levantó anunciando que ya era hora de acostarse y abandonó el salón
tal como había entrado: escoltado por el silencio y el eco de sus pasos. El
chico permaneció confuso intentando asimilar toda la información recibida. Las
palabras pronunciadas se batían en su mente con vehemencia. David Arregui nunca
volvió a tocar aquel tema y Nacho tampoco hizo ningún esfuerzo por recobrarlo.
Incluso con el paso del tiempo lo llegó a olvidar.
Hasta esa noche.