miércoles, 1 de julio de 2015


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NACHO (1)

I
UNA NOCHE DE DICIEMBRE

Definitivamente iba a ser un día caótico. Nacho tendría que despertarse temprano para poder coger el bus e ir al colegio con su hermana, al tiempo que seguramente aún estaba con el desayuno en la garganta. Luego, ya en la escuela, quedaban por delante seis aburridas horas de clase mientras recibía alguna desagradable nota de evaluación, pues el final de trimestre estaba peligrosamente próximo. Por la tarde, nada más terminar de comer, tocaba ensayo con su grupo y luego, salir corriendo al gimnasio donde a toda velocidad se pondría el kimono para realizar su deporte favorito: judo. Por último, por la noche era la hora de la cena con la clase y, todo el mundo sabe que después de una cena de esas, toca ir de fiesta por Vinos, la mejor zona de marcha de toda Europa en opinión de Nacho.
                Pero para eso aún quedaban unas horas. Un pitido le despertó de sus pensamientos: el microondas había acabado de calentar la leche que se tomaba en su habitación después de cenar. Abrió la puerta del aparato y sacó una caliente taza que soplándola, la transportó hasta la mesa. Desvió la mirada hacia la ventana para ver si el tiempo había mejorado un poco. Pero seguía lloviendo con intensidad; las nubes negras cegaban la luna y tendían su manto de tinieblas sobre los tejados de la ciudad. El clima era todo lo contrario al de los días anteriores en los que había lucido un sol espléndido. Gota tras gota, la lluvia acribillaba con rabia las ventanas y empapaba las calles provocando que en el exterior hiciese mucho frío, más del que normalmente hace en Vigo, Galicia.           
                Nacho Arregui se vio reflejado en el cristal de la ventana. La imagen estaba distorsionada pero se reconoció al instante. A sus quince años, el muchacho era muy atractivo y su peinado castaño jaspeado de rubio era la envidia de multitud de chicos de su edad; lo tenía largo por atrás hasta la altura de los hombros y un tanto cardado, similar a algunos de sus ídolos del rock como Poison, White Lion o Ratt. Al muchacho le encantaba su pelo; había tardado varios años y un sinnúmero de enojos con su madre para dejarlo como a él le gustaba. Su mirada reflejada en el cristal se encontraba cansada a origen de todas las desdichas que había sufrido últimamente. A pesar de esto, el color habitual de sus ojos permanecía intacto: oscuros y grises, del mismo color del firmamento en una noche nublada de otoño. Según sus seres queridos, eran concentrados y enigmáticos, aunque también serenos y soñadores, románticos; distintivo que manifestaba muy bien la personalidad del chico.
                Separó la silla de la mesa de reproducción renacentista y se sentó. Su mirada se posó en el vaso de leche y sus pensamientos empezaron, de nuevo, a flotar. <<¿Por qué mi vida se ha complicado tanto en tan poco tiempo?>> se preguntó Nacho mientras jugueteaba con la cuchara, dentro de la taza, recreando pequeños remolinos en la leche. Su vista se centraba en ella, viéndola girar y girar hasta que al final, sus ojos se posaron en su madre, que acababa de entrar en la cocina y con el rostro descompuesto observaba a su hijo. Vestía una bata negra regalada un par de años atrás por su marido en su cuarenta aniversario, cuando, según ella, acababa de entrar en la “Edad de Plata”. Pocas mujeres son las que aceptan el paso del tiempo que irremediablemente se refleja en sus rostros, pero su madre siempre lo había aprobado de muy buen grado tomándolo por algo natural.
                Esperanza era de esas mujeres de dos caras, o al menos eso decían sus compañeros: en su trabajo como abogada paseaba siempre arreglada y elegante por su bufete, manteniendo su reputación de estar considerada como una de las mejores en el complicado mundo del derecho; por el contrario, por la casa y calle vestía con colores vivos y ropa cómoda que la convertían en una mujer joven, atractiva y, para muchos, irresistible. Aunque ya estuviese dentro de los cuarenta, se conservaba muy bien y era muy guapa; en varias ocasiones había provocado silbidos y piropeos de personas que pasaban a su lado por la calle ansiando poder saborear su perfecto cuerpo de musa.
                Su cabello rubio veteado de castaño resultaba armonioso con sus ojos azules y expresivos, penetrantes. No obstante, en aquellos días se encontraban cansados y nublados, terriblemente tristes; como si acabara de sufrir una fuerte conmoción de la que tardaría mucho tiempo en recuperarse.
                Madre e hijo intercambiaron una mirada apenada.
                -Cariño, ¿te ocurre algo? –preguntó Esperanza, arrastrando las palabras, sabiendo que la simple respuesta que iba a recibir de su hijo era un <<no>>.
                -No, nada –declaró Arregui, negando con la cabeza-. Tranquila, mamá.
                Esperanza suspiró y asintió en silencio. Dio por hecho que la conversación ya había terminado, así que se volvió y cuando se disponía a salir por el mismo lugar por el que entró, Nacho continuó hablando:
                -Mis problemas son los típicos de un adolescente de mi edad. Sin embargo, a papá si le pasa algo, ¿qué le ocurre?
                La pregunta pilló por sorpresa a Esperanza, quien no pudo evitar que su mirada cayese al suelo mientras una lágrima lenta descendía por su mejilla. Se acercó a Nacho y se sentó a su lado dejándose caer en una de las sillas adornada con imitación barroca. Se despojó de la bata quedando ataviada con un vestido de encaje para dormir del color del más puro copo de nieve. Le tomó la mano a su hijo y con voz trémula respondió en un murmullo.
                -No lo sé…
El muchacho la miró en silencio y no pudo aplacar una pequeña contorsión de tristeza
-No lo sé, cariño… Desde hace unas semanas, tu padre está muy extraño, distanciado: casi no duerme y los días que lo hace se despierta sobresaltado y gritando consumido por sus pesadillas; pesadillas que tampoco me cuenta. Cuando no se acuesta, se pasa toda la noche observando por la ventana mientras llora en silencio. Él piensa que no le oigo, que estoy dormida, pero…, pero…
                Arregui tragó saliva.
                -… Le he preguntado en varias ocasiones qué es lo que le ocurre, sin embargo no me quiere contar nada; me evita, te evita, evita a tu hermana Natalia… Nos evita a todos… Hace ya un par de semanas que no queda con ninguno de sus amigos, hace tiempo que no va al trabajo, hace tiempo que…
                Su voz se ahogó en un llanto de consternación.
-… Tu padre ya no es el mismo y no sé por qué…
                Esperanza estalló en sollozos y abrazó con fuerza a su hijo. Nacho la estrechó a su vez sintiendo como se le encogía la garganta y le faltaban las palabras. Una lágrima de rabia brotó en su ojo derecho al ver en el final del pasillo a su padre al umbral de las sombras dejando su rostro velado en la oscuridad. Sus ojos brillaban como el fuego y Nacho observó que le miraban directamente a él. Eso le provocó un estremecimiento.
                Sin mediar palabra alguna, su padre entró en su habitación todavía sumergido en el mundo de oscuridad en el que se había ahogado semanas atrás. ¿Qué le habría ocurrido? ¿Le habrían despedido? ¿Habría muerto algún ser querido? No lo sabían. Pero si era así, ¿por qué él no decía nada?
                El abrazo perduró hasta el momento en el que Esperanza lo rompió. Abatida, contempló a su hijo e intentando forzar una sonrisa que concluyó en una mueca demasiado constreñida capaz de helarle la sangre a cualquiera, murmuró:
                -Lo siento por llorar delante de ti… Se supone que una madre ha de ser fuerte…
                -Y lo eres –adujo Nacho con benevolencia-. Pero todo el mundo tiene un límite… Mamá, no puedes decaer… Ya verás cómo todo se arregla muy pronto y las cosas vuelven a la normalidad.
                El arco de Cupido de Esperanza palpitó ante esas palabras y no pudo hacer más que ahogar un llanto de regocijo. Ella y Nacho, por desgracia, no tenían una relación de la que pudiese presumir; a duras penas conseguía, de vez en cuando, sonsacarle información a su hijo sobre qué tal le iba esto o qué tal le iba lo otro. Sus amigas no cesaban de comentarle que en realidad eso era lo más normal del mundo; <<Pero mujer, ¿Cómo te va a contar una criatura de quince años sus cosas? Para muchachos de su edad, nosotros, los padres, somos como la Santa Inquisición>>. Con el paso del tiempo Esperanza había ido verificando las palabras de sus amigas y fue testigo, por desgracia, de cómo su hijo se distanció poco a poco almacenando en él todas sus preocupaciones y desasosiegos. No obstante, en ocasiones tan especiales como escasas, Nacho se sinceraba ante ella y desmenuzaba la coraza que había ido forjando cara el mundo exterior adulto. Era entonces cuando Esperanza se sentía dichosa y disfrutaba de la oportunidad que le brindaba su hijo de ayudarle.
                -Ahora tengo que ir a arreglar mis propios asuntos –anunció el chico sin dejar de mirar con compasión a su madre-. Te quiero, mamá.
                Esperanza tardó en dar su respuesta el tiempo que le llevó tranquilizarse.
                -Cariño, si necesitases ayuda, sabes que no tienes más que decírmelo –proclamó a la vez que se acomodaba mejor en la silla. Aquel asiento no terminaba de convencerle ni a ella ni a su familia. Todo el mundo tenía que reconocer que esas sillas eran pulcras a la vista e iban a juego con la mesa de reproducción renacentista de hermosos labrados de madera; sin embargo, fueron un regalo de su madre Sol que había quedado asombrada ante la mesa de la cocina alegando que ninguna butaca iba más a juego con ella. Pero a raíz de su paramento de madera, aquellos asientos no eran nada cómodos y tuvieron que instalar un cojín que retiraron en todas las visitas de su abuela Sol hasta el día de su muerte, para no terminar las comidas con molestos calambres en los glúteos.
                -Lo sé –respondió Nacho Arregui con una media sonrisa más forzada que sincera. Esperanza se dio cuenta de ello, pero decidió no seguir insistiendo y, suspirando, aceptó con resignación. 
                El muchacho se levantó retirando la silla procurando no arrastrarla para causar el menor ruido posible, y cogió su taza de leche que ya se había templado. Con una mirada de soslayo sonrió una última vez a su madre y puso rumbo hacia el inicio del pasillo que se hallaba en penumbra. A tientas, con la mano que tenía libre buscó el interruptor de la luz y lo accionó; el corredor se iluminó automáticamente. Nacho emprendió el camino a su cuarto que se encontraba en la puerta más colindante a la cocina por petición propia cuando había dejado de compartir cuarto con su hermana; durante las noches en las que no lograba dormir, el chico visitaba la cocina y se tomaba un vaso de leche fría y con lo que tropezase en la nevera que le llenase el estómago y le indujese algo de sueño.   
                -¡Nacho, espera!
                El muchacho se detuvo ante la llamada de Esperanza y se volvió atónito ante el grito que acababa de realizar su madre. Eran las doce y diez de la noche y en condiciones normales, su casa siempre estaba en silencio a esas horas para no despertar a Natalia, que ya se encontraba dormida en su cuarto. Cuando Nacho hacía ruido, se llevaba una amonestación de su madre, que a partir de las doce menos cuarto establecía un toque de queda del silencio.
                Bajo la fluorescencia de la radiante y nacarada luz de la lámpara de la cocina, Esperanza adquirió un semblante angelical, místico. Nacho quedó fascinado ante aquella figura y, por unos instantes, estuvo seguro de que lo que tenía delante ya no era su madre y si un ángel del Señor. No obstante, al cabo de unos segundos, el chico se fijó que el rostro de Esperanza había adquirido un aspaviento de pesadumbre y parecía haber avejentado diez años de golpe. Una lágrima lenta y cristalina descendía por su suave tez y sus ojos lo contemplaban catatónicos; semejaban estar muertos.
                Abrumado, Nacho Arregui dio unos traspiés y la sangre ascendió a su garganta oprimiéndosela. En la vida había visto a su madre de semejante modo; ni siquiera cuando la abuela Sol, la progenitora de Esperanza, había muerto.
                La mujer se levantó del asiento apoyándose en el peinazo superior de la silla y se aproximó a su hijo en silencio.               
                -No olvides una cosa, Nacho. Te quiero –murmuró, con la voz rota.
                Y entonces lo estrechó con fuerza. Fue el abrazo más doloroso que Nacho había recibido nunca. En él, acaecía el calor de una persona que necesitaba la afición de otra; estaba atestado de amor y dulzura. Pero al mismo tiempo, era atormentado y acongojado; como si se tratara de una despedida para siempre. Madre e hijo se miraron bajo la luz nacarada de la lámpara, buscando palabras que no existían.
                Después, Esperanza besó al muchacho en la frente y rompió el cálido y afligido abrazo. Sin decir nada más, contempló una última vez a su hijo y abandonó la cocina en dirección a su cuarto desamparando a un turbado y confuso Nacho en el marco de la entrada al corredor.
                El chico permaneció durante unos segundos en silencio intentando asimilar qué era lo que acababa de suceder. Caviló la idea de ir a preguntar a su madre qué había significado aquella despedida, pero lo descartó suponiendo que aquel abrazo sólo había sido pábulo del sufrimiento de Esperanza ante la conducta de su marido.
                Apagó la luz de la cocina y puso rumbo a su habitación. Con una mano fuerte y afanosa, colmada de pequeñas heridas y callos a causa del judo, abrió la puerta de su cuarto y entró cerrándola tras él. Encendió la luz y miró a su alrededor; aquella guarida era su agradable y atractiva morada concebida a su medida. Un lugar propio que adquirió cuando dejó de dormir con su hermana pequeña. Las paredes, que lucían un verde pistacho muy alegre y luminoso que durante los días de sol irradiaban un clima afable y activo, rebosaban de posters de sus grupos preferidos: Iron Maiden, AC/DC, Judas Priest, Scorpions y Helloween. En el centro de la habitación descansaba una cama deshecha y sobre ésta, una bandera anarquista. Un pequeño espejo con rebordes tallados de madera presidía sobre una cómoda en la que Nacho reposaba los libros que estaba leyendo y otras diversas cosas como sus cascos de música, la cartera, las llaves, alguna libreta, videojuegos y el portátil dentro de su funda protectora. Limítrofe al espejo, yacía una pequeña tabla de corcho en la que el muchacho aprisionaba fotos que archivaba con muy buena evocación. Un armario entreabierto descansaba contra la pared y frente a éste, contiguo al amplio ventanal, yacía una batería; su gran y devota amiga desde los seis años. Le enardecía tocar ese instrumento; le relajaba y era una de sus pocas vías de escape a un mundo sin preocupación. Lindante a un lado de la cama se hallaba el escritorio, con una silla de oficina verde chartreuse frente a él. Nacho Arregui posó la taza en la mesa y cogió el portátil de la cómoda mientras tomaba asiento. Lo sacó de su revestimiento de almohadilla azul y lo encendió. Suspiró afligido y con las yemas de sus dedos comenzó a masajearse las sienes para intentar despejarse un poco. Las últimas semanas habían sido aborrecibles y eternas: los exámenes finales, la ruptura con su novia, el enfado con uno de sus mejores amigos y, ahora, la conducta de su padre.
                Desvió la mirada hacia la tabla de corcho y contempló las fotografías con nostalgia. Los dos postreros años de su vida estaban clavados ahí; recopilados en instantáneas que evocaban cuantiosas anécdotas y momentos significativos de sus vivencias. Un sinfín de sonrisas del pasado le apabullaban presumiendo de buenos tiempos que ahora parecían haberse evaporado. Entre las fotos, particularmente predominaban las de Zoey: la chica que le amparaba su corazón hasta dos semanas atrás. La risueña mirada de la muchacha le contemplaba desde una de las instantáneas tomada a principios del verano de hacía dos años; el 2 de junio en el que comenzaron a salir.
                Romper con la joven había inducido en parte al enfado que todavía perduraba con uno de sus mejores amigos: Guillermo. Según éste, su carácter había cambiado desde que Zoey y él lo dejaron. Pero en dictamen de Nacho, nada había transmutado; continuaba tan alborozado y afable como siempre, atento y generoso, respetuoso. En más de una ocasión había dado la cara por el resto, cosa que incitó a que la mayoría de su clase lo aspirase como delegado, aunque él desde un principio declaró que no quería saber nada respecto al tema; la política no era para Nacho. Asimismo seguía siendo perspicaz, sereno y complaciente, pero cuando el escenario lo requería, se tornaba serio y sacaba su genio violento. Aunque supiese judo y fuese cinturón negro, jamás lo empleaba como arma. Siempre tanteaba zanjar las situaciones con la palabra, aunque esto no en todas las ocasiones fuese posible. Sus amigos lo consideraban resuelto y muy inteligente; no obstante, recurría a dicho rasgo en contadas veces. Según Zoey, la opinión que en sí más le importaba, era soñador, muy divertido y quizás un tanto rebelde, característica que Nacho amparaba diciendo que era necesario ser rebelde para ser joven y ser activo para saber que uno está vivo.
                Dejó de flotar en su océano de sentimientos y retornó al mundo real. A través de la ventana, Arregui contempló cómo la lluvia amparaba toda la ciudad sombría mientras el viento azotaba los árboles con cólera. Los primeros tambores de tormenta comenzaron a retumbar en ese preciso momento induciendo el bramar de todo Vigo.
                Una fugaz melodía de su portátil advirtió que había concluido de iniciarse y captó toda la atención del muchacho. Se puso los cascos a través de los cuales comenzó a sonar Hallowed be thy name de Iron Maiden, su canción predilecta tanto por su ostentosa armonía musical como por su prodigiosa y profunda letra que hablan sobre las últimas reflexiones de un hombre minutos antes de morir; un tema psicológico que fascinaba al chico por su misterio y grandeza. Lo siguiente que hizo fue abrir un documento Word que descansaba bajo el nombre de Ébola. Con una mirada impagable, Nacho revisó con apremio todo lo que llevaba escrito hasta el momento con los primeros atisbos de una media sonrisa en su rostro. Si había algo que le relajaba y alentaba todavía más que tocar la batería, eso era escribir. Para el muchacho, pulsar las teclas de su ordenador con sutileza y perspicacia en una página en blanco del Word hasta convertirlas en una historia, era algo único y extraordinario; una sensación de regodeo y bienestar que sólo era comparable al efecto que abrigaba cuando estaba con Zoey. El sueño de Nacho Arregui, por arduo que pudiese parecer y por muchas veces que sus amigos hubiesen tanteado quitarle esa impetuosa idea de la cabeza, era llegar a ser algún día un escritor best-seller aclamado y reconocido en todo el mundo. Las personas que complacían de la oportunidad de leer sus escritos y manuscritos tenían que reconocer la impecable prosa del chico digna de cualquier autor famoso por sus publicaciones. Por fortuna, su familia que, a pesar de ser consciente de lo difícil que era el mundo de la profesión del escritor, lo apoyaban con regocijo a que aspirase a su sueño. El muchacho nunca olvidaría las palabras que en una ocasión, su padre había pronunciado cuando había finalizado de leer uno de sus manuscritos: <<Nacho, llegarás muy lejos con tus novelas, de eso no me cabe duda. ¿Pero sabes qué es de lo que estoy más orgulloso? Que tú, hijo, serás el próximo Carlos Ruiz Zafón>>. Aquella frase selló un punto de inflexión en su corta existencia. Desde ese día, el chico supo que ser escritor era su auténtica vocación y que de ahí en adelante, apostaría todo su empeño y perseverancia en alcanzar su sueño. Aunque a la mayoría de la gente le resultase asombroso y, casi imposible, en esos instantes una de las historias de Nacho titulada Septiembre estaba en pleno proceso de publicación bajo el resguardo de una editorial y muy pronto saldría al mercado con grandes expectativas.
                Ébola era su nueva novela que escribía con implacable ambición. Resultaba, hasta la fecha, su más afanoso proyecto que, pese a que lo hubiese recomenzado ya en tres ocasiones diferentes, prometía ser su mejor historia. Narraba el zafio nuevo mundo que se había fraguado después de que una epidemia del virus ébola hubiese barrido la práctica totalidad de la humanidad, y de cómo todos los supervivientes intentaban subsistir con desesperación a esa nueva situación. Cada noche desde que había empezado el trimestre, Nacho escribía la historia con ardor después de liquidar sus deberes y estudios escolares. Sobre todo, con más brío desde que dos semanas atrás Zoey había roto con él; escribir era una de las pocas cosas que todavía le mantenían cuerdo. Lo suyo con Zoey había sido una relación muy intensa y, por el momento, inolvidable.
                Contempló concentrado la última frase que había apuntado en su novela la noche anterior: <<La esperanza es lo último que se pierde…>>. El muchacho sonrió con pesadumbre. Tenía la sensación de que cada vez vivía más próximo a la desesperación de los personajes de su obra; lo más probable porque eran espejos de su ser, un retrato suyo.
                Lo que Nacho Arregui ignoraba era que en unas horas, él mismo viviría una situación aún más aterradora y terrible que la de sus personajes.

Y ese infierno se aproximaba sin cese.

1 comentario:

  1. las nubes negras cegaban la luna y se TRASLADABAN a clase de inserción mientras Brais se abre emocionalmente a alguien después de años. Me encanta Nacho y Vinos,voy a leérmelo todo juju

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