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NACHO (1)
VI
LA MALDICIÓN DE UNA HISTORIA
… Desgranaban los primeros días
de diciembre y las calles de Vigo todavía languidecían bajo un sol vaporoso que
se derramaba sobre la ciudad. En el crepúsculo otoñal más caluroso visto en
décadas sobre Galicia, Vigo era amparado por un cielo uniforme y azul digno de
ser el hogar de cualquier entidad angelical. <<Si Miguel Ángel, por
buenaventura y fortuna, aún se hallase con vida confiriendo magnánimas proezas
artísticas únicas en su especie, no me cabría duda, y cuento con colegas
eruditos como yo que respaldan mi sentir, de que este mesías artístico se
basaría en los cielos que custodian estos días Vigo para conciliar una pintura
tan soberbia, por no decir divina, como La Creación de Adán o El
Juicio Final>> ilustró Antonio, el
prepotente y, en ocasiones, altivo profesor de Historia del Martín Códax,
brindando a sus alumnos con una perspectiva impresionista haciendo gala de su
pulcra prosa con la que siempre conseguía avivar el sueño de sus oyentes.
Empezaba el último mes del año que abriría camino hacia el 2015, el cual, de
una manera u otra, era clave para la vida de Nacho y sus amigos. Aquél era el
postrero año para todos ellos en el colegio Martín Códax. Quién más y quién
menos, los alumnos de cuarto de la ESO meditaban y planificaban el futuro que
les gustaría vivir. Eran días felices donde los sueños de todos se mezclaban
entre sus sonrisas. Poco imaginaba Nacho que esa vida tan deseada y ensoñada,
se estaba acercando a su fin.
El cáncer vino sin previo aviso.
Durante esas fechas cargadas de alegría y, sin el menor síntoma de su llegada,
se asentó en el círculo de Nacho y sus seres queridos desmoronando sus vidas en
cuestión de horas. Apenas hubo tiempo para reaccionar. La enfermedad devastó el
cuerpo de Miguel Casal, el padre de Zoey, en cuestión de días. Lo forzó a ser
ingresado en el hospital y dejar su vida en manos de los capacitados médicos
que allí trabajaban. Pese a esto, y por desgracia, la esperanza resplandecía
escasa. Los resultados de las pruebas iniciales a las que se había sometido
Miguel Casal no eran todo lo halagüeñas que se esperaban. El cáncer se había
adueñado de su cuerpo sin conocer la piedad. Zoey y su madre subsistían al borde
del colapso permanente. Las dos se turnaban para hacer compañía al moribundo
que una vez había sido Miguel Casal: el padre de sonrisa contagiosa y marido
que toda mujer anhela. Durante esos días agónicos, Zoey no cesaba de faltar a
las clases y exámenes de la escuela, pero poco le importaba; su vida, en esos
momentos, residía al lado de su amado padre.
El mismo día que la muchacha
terminó su relación con Nacho, el médico expuso las noticias sobre las segundas
pruebas efectuadas a Miguel Casal. Era el alba vaporoso y cobrizo de un jueves
que llevaba como fecha el 7 de diciembre de 2014. El consultorio estaba situado
en lo alto de un edificio desde el que se veían la Ría de Vigo, a lo lejos,
reluciendo una guirnalda de reflejos escarlatas, y la diagonal de la calle Llorones
punteada de un tráfico enclaustrado entre los edificios de la extensa avenida.
La consulta lucía impecable. Sus salas se hallaban ornamentadas con delicia:
estanterías llenas de libros regios; cuadros alentadores y colmados de vistas a
paisajes idílicos de esperanza y paz; carpetas que rezumaban autoridad
desbordadas de folios; enfermeras que circulaban con diligencia y hacían gala
de sus sonrisas ensayadas cuando alguien se cruzaba con ellas… Aquel lugar era
el purgatorio encubierto como cielo.
-El doctor Contreras les
atenderá de inmediato. Disculpen las molestias.
Zoey y su madre se desplomaron
abatidas en las dos únicas butacas que había en la sala. Nacho optó por guardar
las distancias y brindarles un poco de paz previa al venidero infierno que iban
a sobrellevar constituido por tinieblas y malas noticias. Alba, la progenitora
de la muchacha, aferraba un crucifijo entre sus dedos. Sus labios, dos líneas
finas y resecas, murmuraban plegarias de súplica a un dios que, a juicio de
Nacho, ni siquiera existía. Y ese día menos que nunca. Para él, Miguel Casal,
siempre había sido como un segundo padre; el tío que nunca tuvo. La noche en
que Zoey le invitó a cenar para que conociese a sus progenitores, Nacho temía
no complacerles. Sin embargo, sucedió lo contrario. En la cena, agradable y
divertida, Arregui descubrió que Miguel Casal y su esposa Alba eran dos
personas fascinantes y encantadoras. Él era ateo pero le hechizaba la
demonología y angelología; ella era una cristiana que no se perdía jamás una
santa misa. Él disfrutaba con el rock duro; ella prefería las óperas y música
clásica. Él hablaba español y chapurreaba el inglés; ella podía conversar hasta
en los idiomas que no conocía. En ocasiones, él era un niño más; ella ejercía
de madre a cualquier hora. Él adoraba la lectura; ella la pintura. Él no sabía
bailar; ella lo hacía muy bien. Él se enfadaba alguna veces; ella nunca. Él era
profesor de Historia del Arte; ella profesora de universidad. Él estaba
enamorado de la atractiva mujer que tenía como esposa; ella lo sabía.
Durante el rato en que el doctor
Contreras demoraba su llegada, Zoey permaneció en silencio. Acurrucada en la
butaca, inmóvil como una estatua. Tan sólo sus lágrimas, amargas de rabia y de
pérdida, perduraban su movimiento. Nacho nunca había visto nada tan desolador.
Su novia tenía la vista perdida en los cuadros que decoraban el consultorio.
Estaba pálida. Se preguntó cuántos días más podría aguantar así.
-¿Zoey? –llamó.
El silencio se llevó su voz. Con
cautela, se arrodilló frente a ella y le asió la mano.
-Zoey…
Súbitamente, la muchacha le
abrazó, temblando como una niña incapaz de ocultar sus miedos. Se le heló la
sangre. La estrechó a él y la sostuvo mientras lloraba en su hombro.
-¿Por qué ocurren estas cosas?
–preguntó, casi balbuceando.
Nacho sintió que se le secaba la
boca. Zoey alzó la vista. Dos círculos oscuros se perfilaban bajo sus ojos
color miel, que ya no brillaban. La única respuesta que el chico fue capaz de
ofrecerle sonó rota, la voz quebrantada.
-A veces las cosas malas
simplemente ocurren…
El doctor Contreras entró en ese
momento en la consulta disculpándose por su prórroga. Era un hombre de ojos
azules tras lentes montadas, testigos diarios de la muerte. Su sonrisa, cordial
y amable, se trazaba bajo un bigote revolucionario. Trasmitía seguridad y
confianza en cada gesto. Por su talante y la manera en que les ofreció el
saludo, Nacho supo que el doctor estaba al corriente de algo que ellos todavía
ignoraban.
-¿Cómo se encuentran? –preguntó,
sin alzar la vista, mientras tomaba asiento.
-Todo dependerá de cómo esté mi
marido, doctor –respondió Alba.
Contreras les auscultó en
silencio, dudando entre ir directo al grano u ofrecer algún banal
convencionalismo prolegómeno más. Cuando se decidió a hablar, lo hizo halando
las palabras, como si sus años de experiencia médica lidiando la muerte se
hubiesen desvanecido de golpe.
-No les voy a mentir. Todo
apunta a que su marido tiene un cáncer de pulmón en estadio cuatro. Es de los
más terribles que hay.
Durante unos segundos fueron
incapaces de mediar palabra. El examen de Contreras había actuado como
metralla.
-¿Cuánto hace que lo tiene?
–inquirió finalmente Nacho, a media voz.
-Es imposible determinarlo con
exactitud, pero creo que nos hallamos frente a un caso plenamente inusual. Si
nuestros cálculos no fallan, podríamos concretar que hace tan sólo una semana,
quizás menos.
-¿Entonces cómo se puede
encontrar ya en estadio cuatro? ¡Eso es imposible! –rugió Alba.
-Resulta inusual, sí. Pero no
imposible del todo. Algunos casos rompen las reglas, y este, por desgracia, es
uno de ellos…
Medió un largo silencio en el
que todos consideraron las palabras del doctor. Nacho no sabía qué decir. Zoey
intentó empezar varias frases que no afloraron de sus labios.
-¿Cuál es el tratamiento que
tiene que seguir? –preguntó Alba, sintiendo como sus fuerzas se perdían igual
que un puñado de arena entre los dedos.
Nacho intuyó una sombra de
desaliento en los ojos de Contreras, que lidiaba por no desmoronarse delante de
sus pacientes. Entonces, supo la respuesta.
-Se va a morir –murmuró el
muchacho.
-Sí.
-¿Cuándo?
-Muy
pronto.
-¿Cuándo?
–amenazó Zoey. Su voz frágil y rota rompió el alma de Nacho.
-En una semana… A lo sumo dos…
La muchacha respiró
profundamente. Sabía que aquel pronóstico era más que optimista.
-Es mi padre –musitó, sin saber
muy bien por qué.
A Contreras se le quebró la voz.
-Lo siento… No podemos hacer
más… Lo siento, de verdad…
-Es mi padre…
* * *
Miguel Casal regresó a su casa esa misma
tarde. Los médicos ya no podían hacer nada por salvarle y él tan sólo quería
disfrutar cada minuto que le quedaba de vida con sus seres queridos. Durante
las últimas horas de ese día, los minutos murieron en un juego de miradas
consumidas. Nacho abrazaba en silencio a Zoey mientras leía para Miguel Casal
en voz alta; era el único al que le quedaban fuerzas para hacerlo. Miguel Casal
siempre había sido un ardiente devoto de la literatura. En la cena del día en
que se conocieron, el adulto expuso unas palabras que no dejaron indiferente al
joven Arregui.
-La huella humana, tanto del
pasado, del presente, como del futuro, se encuentra en la escritura. El día en
que los libros desaparezcan, la humanidad habrá muerto sin remedio.
Nacho
descubrió con fascinación que el padre de su novia devoraba libros con ávida
rapidez, para luego releerlos de nuevo si le habían hechizado. Su gusto
literario no conocía límites. Se deleitaba con la prosa y narración de Tolkien.
Disfrutaba con las entretenidas historias de Stephen King. Admiraba el Ulyses de Joyce. Saboreaba cada palabra del Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley. Pero sobre todo, le embrujaban las tenebrosas historias que envolvían
las novelas de Carlos Ruíz Zafón,
quizás, por motivo de sus propias vivencias. Cuando meses más adelante, Nacho
manifestó sus aspiraciones de ser escritor, reconocido y aclamado, Miguel Casal
adujo en un deseo de esperanza: <<esperemos que si publicas un libro, sea
tan bueno que puedas estar en mi Biblioteca de Alejandría>>. La Biblioteca de Alejandría era su pequeño altar. Allí archivaba todos
aquellos libros que él consideraba grandes obras maestras, tesoros forjados de
letra y papel. Nacho insinuó una sonrisa, pero no se permitió olvidar esas
palabras. Con el paso del tiempo, el chico se fue dando cuenta de que Miguel
Casal ya no era sólo el padre de su novia; se estaba convirtiendo en un amigo
más. Un amigo sincero y valioso. Los días que iba a casa de Zoey, y esperaba a
que ella terminara de arreglarse, Nacho se sentaba al lado de Miguel Casal, en
el gran sillón de cuero negro. Enfrentado al butacón, una vieja chimenea de la
que nunca se hacía uso. Encima, el televisor que regía sobre la monumental
biblioteca resguardada por portezuelas de cristal con algunas fotografías
familiares adheridas. A un lado, en la pared contigua, yacía la Biblioteca
de Alejandría, adornada con figuritas de
duendes y hadas que Alba coleccionaba. Limítrofe a este mueble se encontraba el
amplio ventanal que iluminaba el salón. Cuando Nacho se sentaba a su lado, el
adulto abandonaba su lectura y el muchacho le entregaba los esbozos de su
primera novela. Septiembre iba
evolucionando con el transcurso de los meses a partir de los consejos que
Miguel Casal le confería, y con los que el chico hacía muy buen uso. Una tarde
de finales de noviembre de 2014 en la que Zoey aún no había acabado de
vestirse, y en la que Miguel Casal no estaba en casa, Nacho comenzó a curiosear
la Biblioteca de Alejandría que olía
a polvo y papel viejo. Las yemas de sus dedos rozaban los lomos exhibidos,
apreciando el tacto de aquellas obras que habían revolucionado el mundo. Se
dejaba inundar por los secretos que aquellos viejos libros guardaban en su
interior, descubriendo títulos que habían inventado la magia.
Y entonces lo vio.
Era un tomo tosco, devastado por
las llamas del tiempo. Vestigios de quemaduras y huellas de sangre reseca
borraban el título del lomo. Lo tomó en las manos. Las cubiertas eran tristes
recuerdos de lo que una vez habían podido llegar a ser. Las quemaduras y la
sangre arruinaban ambas tapas. Las letras doradas desdibujadas del título
apenas se reconocían. Las leyó en silencio, acariciándolas.
Malleus Maleficarum
GABRIEL SEMYAZZA
Nacho jamás había oído hablar de ese autor. El
título sí le sonaba vagamente, tal vez por la historia de miedo que les había
contado Loray, el padre de Guillermo, en una ocasión. Fue varios años atrás,
cuando una noche en la que Arregui se había quedado a dormir en casa de su
amigo, los dos pidieron una historia de terror a Loray. El adulto sonrió y en
un halo sombrío les relató los tenebrosos hechos vividos en la Europa del XVI,
un siglo de arte y sangre. En un continente que apenas se había recuperado de
las pestes y epidemias que la asolaron durante los siglos anteriores, y que se
cobraron la vida de un tercio de la población europea, se publicó en 1487 un
tratado con el fin de erradicar el mal sobre la tierra: el Malleus Maleficarum. Divulgado desde Alemania, asentó en todo el continente siglos negros
de matanzas indiscriminadas. Nadie vivía a salvo de las acusaciones. Unos a
otros se denunciaban, se torturaban y se liquidaban creyendo que actuaban bien;
que sus esfuerzos y sacrificios estaban triunfando sobre el mal. La brujería y
demás ejercicios demoníacos, casi todos ellos vinculados al gran y oscuro
Aquelarre, estaban siendo extirpados de la humanidad. Al menos, eso atestiguaba
la Iglesia al pueblo roto. Con el fin de lograr la erradicación total de los
entes malignos sobre la tierra fue ineludible el sacrificio. Entre sesenta mil
y dos millones y medio de personas, en su mayoría mujeres, perecieron a raíz
del Malleus Maleficarum; siempre por
el bienestar de la población. Todos perdieron a alguien en esa misión contra el
mal. <<Salvar algo implica también pérdida>> finalizó Loray como
moraleja a su historia, con la voz sombría y una expresión adusta. Después,
apagó la luz y los dos amigos se fueron a dormir.
Pese a todo esto, Nacho Arregui
estaba casi seguro de que el libro que sostenía en sus manos no era el tratado
que incitaba al exterminio de brujas y demonios. Releyó el nombre del autor una
vez más. Seguía sin acudirle a la mente ningún Gabriel Semyazza. Eso le
resultaba inusual. La Biblioteca
de Alejandría de Miguel Casal se componía
de obras maestras; novelas de autores reconocidos mundialmente. Así, guardar
allí ese libro poco célebre le resultaba sorprendente. Oyó que alguien bajaba
las escaleras; sería Zoey. Apremiándose pero con sumo cuidado se dispuso a
hojear el libro, dejando aletear sus páginas. Las hojas subsistían en un estado
deplorable. Amarillentas, rotas y escabrosas. Mugrientas, rasgadas y
chamuscadas. Desgastadas, resquebrajadas y balsámicas. Despojos de polvo y
ceniza. Restos de sangre y humedad. Un infierno al resguardo de un libro.
Nacho se fijó, antes de que
llegara Zoey, que en la primera página rezaba una dedicatoria trazada en una
caligrafía atormentada:
Para R, mi ángel entre demonios
-Mi padre nunca me ha permitido
leerlo –reveló su novia al entrar en el salón y encontrarle examinando el
libro.
Insinuando apenas una sonrisa,
Zoey relató cómo se lo imploró de mil maneras diferentes, y cómo Miguel Casal
fue siempre reacio a sus súplicas. Alegaba que el Malleus Maleficarum resistía en un estado lamentable, desmesuradamente devastado para
leerlo sin tomar las precauciones necesarias. Asimismo argüía que era la
herencia de una buena amiga suya, difunta varios años atrás. Aquel era el
motivo de que lo conservase como un tesoro. Eso, y porque además era el mejor
libro escrito nunca; el más trascendental para el ser humano, según él. Zoey
confesó que aquello le sedujo demasiado para dejar el tema por zanjado, así que
un día lo tomó prestado sin dar parte de ello. Leyó las primeras páginas
cautivada por la historia que volaba ante ella; las palabras la envolvían con
su hechizo, los párrafos la encadenaban con sortilegio mágico. Apenas tuvo
tiempo de cerrar el libro cuando la puerta de su habitación se abrió
rápidamente y la silueta de Miguel Casal se perfiló en el umbral. Nunca vio a
su padre tan disgustado y decepcionado como aquel día. Eso le pesó más que
cualquier bronca o castigo. Tardó semanas en recobrar su buena relación de
siempre con él. Tras el relato, Nacho consideró que actuó mal al tomar el libro
sin dar parte de ello. Cabizbajo, lo devolvió a su sitio, entre La Divina Comedia
de Dante y La Ilíada de Homero.
-Gabriel Semyazza no existe.
Alguien se encargó de borrarlo de la historia, de hacerlo desaparecer para
siempre. Igual que en La
Sombra del Viento, pero en la vida real.
Esto asusta, Nacho, pero también seduce. Y la fascinación, por desgracia,
prevalece sobre el miedo. Le di mi palabra a mi padre de que nunca más
intentaría leer Malleus Maleficarum,
pero no sabía cómo retirar el prólogo de mi cabeza; las cautivadoras frases
todavía logran sobre mí su hechizo seductor:
Soportamos infiernos en nebulosos tiempos oscuros.
Siempre imaginamos nuestra caída: enteramente rotos, acabados, muertos entre
negras tinieblas. Esperábamos terminar
unidos. Dichoso ese sueño. Todos
intentamos no olvidarlo. No acabar
corrompidos, hundidos.
Ocultamos la abrumadora historia; unas muertes angustiosas. Necesitábamos investigar
demonios. Ansiábamos destruirlos. Toda esperanza
necesita esa caída. El sacrificio
implica tener amor. El riesgo es
saberlo.
Siento una última lágrima
tambalearse, invisible, mientras acabo este
silencioso párrafo. Esto revelará arrepentimiento; nuestra zaina actuación.
E. M. D.
>>Cada noche, las palabras
del prólogo acudían a mis sábanas con vanidosa persuasión, Nacho. Tras días de
titubeo, me rendí a lo obvio: el Malleus Maleficarum solicitaba mi
actuación sobre el misterio que le envolvía. Me puse manos a la obra e intenté
recolectar información. Así, averigüé que Gabriel Semyazza es un fantasma del
pasado, un recuerdo olvidado. En la obra no consta ningún registro afín a la
editorial, cosa que presagiaba que no iba a ser un enigma sencillo de resolver.
Pregunté en librerías, y en bibliotecas, y en la escuela. Pregunté también en
editoriales, e incluso en internet. Pero nadie sabía nada. Era como si Semyazza
nunca hubiera existido. La escasa cosecha informativa que logré recaudar se
referían a una serie de sucesos pasados que relataban la rivalidad entre dos
largas dinastías italianas, los Coeli y los Semyazza, dueñas de una opulenta y
colosal fortuna tan sólo equiparable a todo una sarta de rocambolescos chismes
que alimentaron la prensa de la época. Por desgracia, aquella serie de
efemérides tenían poco o nada que ver con el Malleus Maleficarum de Gabriel
Semyazza. De este modo llegué a cuestionarme que en manos de mi familia hubiese
ido a parar un libro único en el mundo. Al final, acabé resignándome a esa
verdad. Y me rendí…
-¿Por qué no acudiste a mí? Yo
te hubiera ayudado encantado, pequeñaja.
-Lo sé. Pero esto fue hace ya
varios años. Aún nos estábamos empezando a conocer –explicó ella con una
sonrisa bailando en sus labios-. Me gustabas un montonazo, enano, por eso no
quería que pensases que era una rarita obsesionada con la búsqueda de un libro
maldito.
Nacho chascó la lengua y la besó
con ternura. El fino roce de sus labios y su dulce aliento le hicieron temblar.
Nunca se cansaría de ella.
-Me contabas que te rendiste en
tu búsqueda…
-Así es. Me rendí. Sin embargo
todo cambió un día en el que mi padre insinuó cómo iba mi investigación de
Semyazza. Pensé entonces que volvería a decepcionarse conmigo al descubrir que
intentaba resolver el misterio del Malleus Maleficarum, que de nuevo
le habría fallado. Pero no fue así. Habló con la voz frágil, queda, alegando
que en ocasiones no vale la pena revolver el pasado.
Agitó la cabeza, temerosa de sus
propias palabras.
-Mi padre ocultaba algo, Nacho.
Y me lo confesó. Creo que no todo, pero si gran parte de la red de mentiras que
tejió en torno al libro maldito. Algo sucedió en el pasado. Algo que hoy en día
todavía ignoro.
Nacho frunció el ceño. Su
sonrisa evolucionaba hacia la preocupación.
-¿Qué te confesó, Zoey?
-Diversas cosas. Todas ellas
clave para poder solventar el misterio que encierra Gabriel Semyazza y su obra.
Por primera vez me describió la trama del Malleus Maleficarum: la historia
relataba la desgraciada existencia de Ezequiel Domingo Martínez, un hombre que
perdió todo y a todo ser querido que amó alguna vez en su vida. Por más que
luchase no era capaz de impedirlo; inamovible su destino, todos terminaban muriendo.
Con el transcurso de los años fue aceptando el pozo de oscuridad en el que
llevaba sumiéndose desde que su hermano pequeño murió, quizás incluso desde que
averiguó que su padre falleció para salvarle. Despacio pero constantes, las
tinieblas lo iban encauzando hacia un camino maldito y sin retorno lejos de
cualquier posible salvación. Era ese el momento en el que un atormentado
Ezequiel aceptaba su destino y se reconocía a sí mismo como el diablo, con el
fin de originar muerte y dolor, sangre y sufrimiento. Vivía con el único
propósito de exorcizar sus propios demonios que lo llevaban persiguiendo desde
mucho tiempo atrás perdiéndose a sí mismo en el proceso.
Nacho Arregui tragó saliva, y se
sorprendió a sí mismo al sentir lástima por el tal Ezequiel Domingo Martínez,
el protagonista del Malleus
Maleficarum; un personaje que ni siquiera
era real. Perder todo y a todo ser querido que se ama alguna vez en la vida es
la más terrible y cruel de las maldiciones. Nacho no se lo deseaba ni a su peor
enemigo, y tembló con sólo pensar que eso le sucediese a él algún día; no
sabría vivir con ello.
-Asimismo hizo mención de lo
poco que sabe acerca de Gabriel Semyazza -insinuó Zoey-. Escribió
exclusivamente un libro que iba a publicarse con la editorial Isten Szek en una
tirada de apenas trescientos ejemplares, pero no hubo tiempo. Durante los
últimos trámites de la publicación, en marzo de 1990, tuvo lugar un terrible
incendio en la editorial que acabó con la vida de Gabriel Semyazza, además de
que las llamas devastasen todos los ejemplares de la obra. Tan sólo sobrevivió
un Malleus Maleficarum: el de mi padre.
Nacho reflexionó. Toda aquella
historia guardaba cierta analogía con La Sombra del Viento, lo cual le
produjo, instintivamente, la incertidumbre sobre la veracidad de las palabras
de Zoey Casal. ¿Se estaría quedando con él?
-Y… ¿de dónde sacó tu padre eso?
Se supone que nadie conoce a Semyazza.
La muchacha sondeó el ejemplar
del Malleus Maleficarum, que descansaba en La Estantería de la
fama, con una sonrisa agria.
-Reiyel. Fue ella –declaró, la
mirada perdida-. Todo se lo reveló hace años Reiyel Aladiah.
Nacho la miró con curiosidad,
devorado por el silencio y la duda.
-¿Fue Reiyel, o como se llame,
la amiga esa que murió antes de entregarle el libro a tu padre?
Su novia negó en silencio.
-Reiyel no falleció –musitó
Zoey, masticando las palabras-. Al menos, no de forma literal. Fingió su muerte
para poder dejar atrás el pasado, y vivir una nueva existencia, una nueva
oportunidad, lejos del infierno que sufrió durante los últimos años del
Franquismo y la Transición.
Zoey le miró largamente. Él la
contemplaba intrigado por su aire de seriedad y secretismo.
-Una guerra jamás termina,
Nacho. Quizás desaparezca el hediondo olor a muerte y sangre en el campo de batalla.
Quizás acabe el conflicto bélico y se alce un bando vencedor. Quizás se alcance
la ansiada paz. Pero todo es un engaño; una enmarañada telaraña tejida de
paciencia y maldad con plena noción de su objetivo: ser una trampa mortal.
Recelosa pero acuciosa con su búsqueda de firmeza, una mosca se posa en la red
desconociendo su cruel destino de ser devorada viva. Metafóricamente hablando,
la mosca es la endeble paz; la falsa telaraña, la base en la que se crea; la
monstruosa y despiadada araña, el ser humano, que nunca olvida –Zoey guardó
silencio unos segundos. Sus dedos se entrelazaban con gesto nervioso-. Tras una
cruenta contienda, en ambos bandos perdura un odio recíproco, un deseo de
venganza de quién sufre y vive una guerra en sus propias carnes, un sufrimiento
que evoluciona al aborrecimiento de quién lo ha perdido todo, un… - suspiró
profundamente, perdiéndose en los ojos de su novio-. Los ideales que se
defienden en una guerra nunca perecen, Nacho, por eso jamás terminan; son
heridas que no llegan a cicatrizar.
<<La Guerra Civil>>
murmuró Nacho para sus adentros. No era necesario que su novia lo afirmase; la
conocía demasiado bien. Sabía perfectamente que se refería, en particular, a la
guerra que sacudió España entre 1936 y 1939, años negros de miseria, muerte y
sangre, miedo y ceniza; una mancha en la historia del país que cambiaría para
siempre su rumbo, y que jamás podría ser olvidada. El hedor de un conflicto
bélico llevaba sacudiendo la nación demasiado tiempo; el estallido de una
guerra civil era ya inevitable. Enfrentó al bando sublevado, que contaba, entre
otros, con el apoyo de la Alemania nazi y la Italia fascista, contra el bando
republicano, ayudado por las Brigadas Internacionales, unidades militares
formadas por voluntarios extranjeros de más de cincuenta países. Fue una guerra
ideológica, con la que el bando rebelde aspiraba a despojar la democracia del
país e imponer su dictadura militar encabezada por Francisco Franco Bahamonde.
Pueblos y ciudades enteras fueron devastadas. Miles de familias rotas. El
hambre y la miseria sacudieron el país. La muerte lo envolvía todo. Quinientas
mil personas perecieron en el campo de batalla; otras miles a lo largo de la
terrible posguerra, cargada de miseria y violentas represiones del bando ganador.
La guerra finalizó en abril de 1939 cuando el ejército sublevado se alzó con la victoria, e impuso
una larga dictadura militar liderada por Franco por espacio de más de treinta y
cinco años.
-Tal como sospechas, Nacho, toda
la parrafada de antes no es mía, ni mucho menos; yo no poseo un vocabulario tan
culto. Con todo, necesitaba relatártela porque pocas veces escuché algo tan
cierto…
Al muchacho no se le escapó que
Zoey aborrecía y detestaba cualquier guerra, con toda su alma. No obstante,
dicha aversión le hacía aflorar una admiración que evolucionaba al fervor más
candente por ellas. A raíz de esto, la joven tenía casi todo su futuro
calculado: finalizaría la ESO y el bachillerato con una alta media que le
condescendiese estudiar en la universidad de Madrid, un doble grado de Historia
y Periodismo, en pos de profundizar más sus saberes sobre las guerras que
asolaron el planeta a lo largo de los siglos, además de adquirir los
conocimientos precisos para fundar algún día su propia revista enfocada a los
grandes conflictos bélicos y sus secuelas. Pensaba, también, colaborar con la
Memoria Histórica en uno de sus apartados más polémicos: el de la Guerra Civil
Española. Deseaba acabar con la herencia de la dictadura reflejada en su
simbología, como el yugo y el haz de flechas, las cruces y el águila
franquista, el víctor, los monumentos y placas a los <<Caídos por Dios y por España>>… Asimismo esperaba localizar nuevas fosas comunes y
cunetas donde terminaron los miles de fusilados durante la Guerra Civil y el
Franquismo, para brindarle a los muertos la sepultura digna que merecen. Su
odio y fervor por las guerras venía de una edad muy temprana, cuando Miguel
Casal rememoraba aventuras y desventuras de Fermín Casal, el bisabuelo de Zoey,
en los años de guerra combatiendo en el bando republicano. Aquellas historias
siempre culminaban con finales felices, apenas reflejos de los hechos reales
vividos. Esto era así cuando Zoey aún era una niña. Con el paso del tiempo, los
sucesos referidos evolucionaron; las historias que tanto le hicieron reír y
soñar cuando era pequeña, cambiaron a escenas duras y trágicas, presentes de
muerte y miedo. Del mismo modo, Miguel Casal le reveló el asesinato de su
bisabuelo cuando fue fusilado tras la toma de Málaga por el ejército sublevado,
que efectuó una masacre en la ciudad y sus alrededores en febrero de 1937.
Falleció entonando la Internacional con el puño en alto, cuando una bala
atravesó su pecho, según testigos que lo presenciaron. Su cuerpo fue abandonado
en una fosa común que nunca fue localizada, como tantas otras.
Zoey le confesó entonces que fue Reiyel
Aladiah quién le brindó con aquel profundo cuadro de las guerras. Con la
declaración, Nacho pudo averiguar que su novia se entrevistó en una ocasión con
la misteriosa mujer que llegó a poseer el único ejemplar del Malleus Maleficarum; gentileza del último dato que su padre le brindó afín al libro
maldito: la dirección de Reiyel Aladiah y una foto suya.
-Reiyel era una mujer muy
inteligente –continuó Zoey-. Probablemente la persona más inteligente que nunca
conocí y conoceré. Del mismo modo la más triste. Jamás vi una mirada tan
cansada y contrita como la suya.
Reiyel
Aladiah, ahora conocida como Esmeralda Torres, vivía en un modesto piso
lindante a la avenida de Florida, próxima al parque de Castrelos, el más grande
de todo el casco urbano de Vigo. Era mediados de un octubre frío cuando me
entrevisté con ella en 2011. El viento helado soplaba en ráfagas cortantes que
dejaban a mi paso un rastro de vaho. El sol apenas resplandecía velado por una
bóveda de nubes extenuadas. Recorrí el itinerario, limítrofe al cauce del
Lagares, cercado por naves laterales de abedules y sauces llorones que se
derramaban sobre el camino de gravilla. Alcancé el principal respiradero del
paseo, el parque de Castrelos, cuando las escasas luces del día comenzaban a
extinguirse. El parque se componía en una suerte de laberinto serpenteante por
los caminos que lo tramaban, acechados de castaños y eucaliptos, abedules y
secuoyas, robles y acacias, que colmaban el paseo con hojas resecas y
crujientes, de vívidos colores cálidos otoñales. En el centro, un inmenso lago
artificial velado en su núcleo por fuentes que vertían arcoíris en los días de
sol, y esculturas de piedras en posiciones hoscas, con rostros fríos y huraños.
Puentes de piedra y madera lo atravesaban alcanzando las orillas que
prolongaban los caminos de gravilla guardados por praderas verdes y lustrosas
de margaritas blancas y amarillas, tréboles y violetas, especiadas por
matorrales de azaleas de paleta variada.
Al ascender por uno de los caminos que rodeaban el lago, llegué a una
pequeña explanada con una estatua de piedra en el centro y un pequeño estanque
de nenúfares a su izquierda. Una familia de patos holgaba a pie de la orilla.
Más allá, unos perros se perseguían entre ellos, vigilados de cerca por sus
dueños. Al lado contrario, unos niños jugaban y reían con una pelota. En la
zona más alejada, un individuo fumaba sosegado a los pies de un sauce llorón;
su rostro velado bajo las escuálidas y largas ramas que rozaban el césped.
Comprobé que Reiyel Aladiah estaba sentada en uno de los bancos de madera que
escoltaban la estatua de piedra, con un libro abierto en las manos y una mirada
extraviada en el rostro, tal como me había advertido mi padre. Ella todavía no
había reparado en mi presencia, así que la observé con detenimiento. Reiyel
Aladiah era una mujer realmente atractiva, de facciones suaves como las
pinceladas de Velázquez. El paso de los años no la distaban de la fotografía
que me había facilitado mi padre para reconocerla; tenía delante la misma
imagen. Su mirada cansada y remordida y mustia se proyectaba a través de unos
ojos violetas, que lo contemplaban todo pusilánimes. Su cabellera lucía larga y
lisa, tan rubia que parecía casi blanca platina. Era una mujer que vivía en el
pasado, en un halo de melancolía y resignación.
-¿Esmeralda Torres?
Capté su atención, pero me contemplaba distraída.
-Me llamo Zoey Casal. Sé que ya es un poco tarde, pero me gustaría poder
hablar con usted sobre unos hechos que acontecieron en el pasado.
Reiyel dispuso entonces toda su atención en mí, examinándome fijamente,
inmóvil. Pude apreciar la desconfianza en su mirada.
-Lo siento, chiquilla, pero hoy no puede ser… –espetó apremiante
mientras cerraba su libro con ademán imperioso-. Me iba a ir ya.
Sin apenas darme tiempo a balbucear, se incorporó con urgencia y
emprendió la marcha a zancadas para alejarse de allí cuanto antes. Viendo que
era mi última oportunidad para detenerla, decidí jugármelo todo a una sola
carta.
-Espere, Reiyel…
La mujer se detuvo en seco. Se volvió y me contempló sin apenas
pestañear. Sus rodillas temblaban con gesto nervioso. Sabía que si no me la
ganaba con mi próxima frase, habría perdido mi ocasión para siempre. Como no
había manera de suavizar el golpe se lo dije directamente.
-Verá: hace aproximadamente un mes, me tropecé, casi por casualidad, con
un ejemplar del Malleus Maleficarum,
de Gabriel Semyazza. Basta con que uno lea el prólogo para darse cuenta de que
se halla ante una novela única en el mundo; mágica y embriagadora. Como el
autor y su obra me resultaban completamente desconocidos, aposté mi empeño en
investigar sobre ellos. La faena de detective literaria resultó ser un
auténtico quebradero de cabeza, aunque al final me hice con una serie de
pistas; pistas que me llevaron hasta usted, Reiyel. Más o menos eso es todo.
Me encontré con su mirada. Continuaba estudiándome, recelosa. Antes de
hablar, sus ojos escrutaron el parque con el fin de asegurar nuestra intimidad.
Advertí que las farolas ubicadas a pie de las sendas iluminaban Castrelos con
su parpadeante luz cobriza. Los niños que vi al llegar jugando con su pelota ya
se habían marchado. De los tres perros en los que reparé al principio, tan sólo
quedaba uno, que mordisqueaba un palo acostado en la pradera. El único que
continuaba en idéntica posición era el individuo que fumaba a pies del sauce
llorón que, por su figura, calculé que sería un muchacho que rozaría la
veintena. Aunque sus ojos permanecían ocultos por las esqueléticas ramas del
árbol, algo me indicaba que nos estaba mirando fijamente. Un escalofrío helado
abrigó mi piel.
-¿Qué es lo que quiere? –preguntó al fin, abatida pero recelosa.
-Tan sólo me gustaría saber algo más sobre Gabriel Semyazza y su Malleus Maleficarum –expliqué, con
sinceridad.
Reiyel Aladiah dejó escapar un suspiro mientras asentía, apocada. Se
sentó de nuevo en el banco y me invitó a hacer lo mismo. La imité.
-Sospecho que eres Zoey. Por lo que tus padres serán Miguel Casal y Alba
Sevillano, ¿me equivoco?
Negué procurando encubrir mi asombro.
-¿De qué conoce usted a mis padres? –pregunté.
-Miguel Casal fue un buen amigo mío durante la infancia; uno de esos con
los que sólo se tropieza una vez en la vida, y que no se saben valorar hasta
que se han alejado de nosotros, cuando ya es demasiado tarde. Dicen que es la
filosofía del ser humano; uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde –se
encogió de hombros, escéptica-. De lo único que estoy segura es de la
existencia de la justicia poética. Ambos asumimos nuestros merecidos destinos,
Zoey. El mío fue malo porque yo fui la mala; alejé a tu padre de mí, sin darle
siquiera un banal motivo… Por lo que averigüé tiempo más tarde, a él la vida sí
le sonrió. Honestamente, se lo merece; Miguel es una persona asombrosa de
enorme corazón. Cuando yo subsistía al borde de la decadencia, pérdida con mi
vida y sin un rumbo fijo, él estuvo ahí para tenderme su mano una vez más y
ofrecerme ayuda. Fue así como el Malleus
Maleficarum llegó a él; yo sé lo entregué. Lo recuerdo a la perfección. El
día del reencuentro apenas lo reconocí. Tu padre estaba hecho todo un hombre y
los años habían sido muy generosos con él; se le veía extraordinariamente bien,
tanto físicamente como en el amor. Le acompañaba una mujer muy hermosa, Zoey;
tu madre. Cuando nos reencontramos, Miguel se horrorizó al ver mi deplorable
estado, harapienta y rota, y no logró disimularlo. Sin embargo, no hizo ninguna
pregunta al respecto. Aún hoy le estoy agradecida por ese gesto porque no hubiera
sido capaz de explicarle cómo llegué a esa situación. Simplemente aceptó el
libro y me dio la nueva de una gran noticia: iban a ser padres; iban a tenerte
a ti. Me alegré por ellos, Zoey. Sabe Dios que lo hice. Pero no supe evadir un
desprecio frío que me envenenaba el corazón. Yo siempre había deseado tener un
hijo y el destino, tejido por Dios, me lo negó; mi amado falleció muy joven, y
después de él mi corazón no sintió nada por nadie; estaba roto.
-Lo siento…
-No lo sientas, Zoey. Como dije, tuve la vida que merecí.
Me revolví en el asiento, incómoda, sin saber bien qué decir. Por
suerte, ella retomó la palabra.
-¿Sabes? Cuando tus padres me dieron la noticia de su embarazo, supe que
algún día tú y yo nos encontraríamos, y, entonces, recordaría mi antigua vida y
mi verdadero nombre. Aunque ya lo hago a diario –musitó, con una sonrisa helada
en los labios y la mirada perdida.
-Reiyel es un nombre hermoso –dije.
-Sí que lo es. Lo eligió mi madre poco antes de morir. Es de lo poco que
conservo de ella; eso, y el apellido. No la llegué a conocer… Lo que más me
entristece es que sólo soy capaz de recordar su rostro gracias a los encomios
que recitaba Doña Paquita, la vecina del piso de enfrente, sobre ella, cuando
yo era niña. Siempre que me veía comentaba que poseía su misma cara, pero con
unos rasgos más suaves y delicados. Mi madre era muy hermosa, y siempre paseaba
una sonrisa en el rostro con la que contagiaba su felicidad a quienes le
rodeaban, y que…
Me miró de soslayo, sonriendo nerviosa con una mueca encantadora.
-Perdona. No estamos aquí para hablar de mi madre.
-No tiene importancia –respondí, cortésmente.
La tensión e incomodidad de antes desaparecieron; el hielo se había
roto. Sin más preámbulos, pronuncié la pregunta que me carcomía por dentro.
-¿De dónde sacó usted el Malleus
Maleficarum?
-De Gabriel.
-¿Le conoció usted?
-Más que eso, Zoey. Fue mi novio
–declaró, la voz ronca por el dolor rememorado.
El corazón me dio un vuelco.
-¿El novio que dijiste antes que…?
-… falleció demasiado joven para que pudiésemos disfrutar de un hijo
–atajó Reiyel Aladiah-. Sí. Él.
Durante un instante no me atreví a respirar; me había quedado muda.
-No te lo tomes a mal, Zoey, pero confío en poder solventar hoy todas
tus dudas para no volverte a ver jamás. He vivido un pasado duro y difícil y no
me gusta recordarlo –espetó, agriada.
Asentí, azorada. Ella suspiró.
-Siento ser tan brusca contigo…
Pero yo le amé, Zoey. Le amé con toda mi alma. Cuando quieras tanto a alguien
que con su sola presencia ya tengas el día hecho, entonces sabrás que estás
enamorada, y comprenderás mis palabras. En eso consiste el amor; ser la mitad
de un otro; dárselo todo a una persona, sin temor alguno, sabiendo que él o
ella haría lo mismo por ti. Yo amé a Gabriel Semyazza hasta que…
Su voz se atragantó en un
sollozo.
-Hasta que murió en aquel
incendio de 1990 –murmuré, ultimando sus palabras.
Reiyel me contempló con el
rostro descompuesto. Me pareció entrever destellos de incomprensión en su
mirada rota.
-Sí. Hasta que murió en ese incendio…
Se volvió y examinó al individuo
que fumaba reposado al sauce llorón, con la espalda apoyada en el tronco. Una
ráfaga de viento helado avivó el vaivén de las escuálidas ramas y, por primera
vez, su cuerpo quedó completamente expuesto a la vista. El color de su ropa era
el negro. Zapatos desgastados. Pitillos ajustados y rotos a la altura de las
rodillas. Cinturón ancho, encabezado por una hebilla plateada. Una cazadora de
cuero, bonita y cuidada, que llevaba abierta. La camiseta, blanca y ajustada,
exhibía su constitución fuerte. Su atuendo oscuro desprendía un aspecto de
rebeldía que ganaba puntos extra con su cabello trigueño y corto, arreglado con
informalidad. En su rostro, velado en las volutas de humo gris de su cigarro,
algo brillaba. Sus ojos.
-¿Sabes? –Dijo de repente Reiyel-. Me recuerdas mucho a Desirée…
Su voz me sobresaltó.
-¿A quién? –pregunté, sin comprender.
La vida se le escapaba tras esa sonrisa, cortina de soledad y triste
melancolía.
-No importa. Olvídalo –respondió, a media voz.
Me limité a asentir.
-Verás –empezó-: conocí a Gabriel en una noche de Navidad de hace más de
treinta años. Por aquel entonces, yo era una muchacha de ocho que languidecía
bajo los muros de un orfanato cuyo nombre he querido olvidar con el paso de los
años. Era un modesto hospicio, de fachada decrépita que se deshacía en ocre,
enclaustrado entre dos edificios que le hacían de tenaza. Se ubicaba en la
calle de la Torre, en Coruña, en una avenida amparada por residencias arcaicas
y rancias que, junto a su ciudad vieja, se deshacía en recuerdos de una
posguerra larga y cruenta. El orfanato era supervisado por los mismos
sacerdotes de hábitos añejos que al final de la guerra levantaron la iglesia de
Santo Tomás con el fin de cristianizar a los enemigos de Dios; los
republicanos. El hospicio era un edificio sombrío cuyos muros laterales
conservaban, todavía, los impactos de balas disparados en los días de la
guerra. Su fachada anodina se alzaba en la imagen de un pórtico sostenido por
cuatro columnas y, sobre él, un ojo de buey que contemplaba hacia el mar.
Rematando el conjunto, una grácil espadaña coronada por una cruz que dominaba
el edificio. Yo subsistía en la lúgubre penumbra que envolvía los pasillos y
las habitaciones; aislados del mundo exterior por un eco sepulcral, únicamente
agraviado por las letanías de los Santos entonadas en las misas.
Su voz volaba detallando un
cuadro ceniciento pintado con la magia de sus palabras.
-Antes de llegar allí, cuando
era una niña de no más de cinco años, pasaba casi todo el día en el hogar de la
vecina Doña Paquita, que en paz descanse, ya que para mi padre, yo, era una desgraciada y un desliz de
la naturaleza; una existencia que nunca debió existir. Apenas nos veíamos. Él
prefería emplear su tiempo libre en traficar y colocarse hasta perder el
conocimiento; sobre todo con su amada heroína, la princesa de su oscuridad.
Siempre que regresaba a casa, sus manos y ropas olían a pólvora y sangre; sus
bolsillos a dinero. Sin decir nada, se refugiaba en su habitación y se inyectaba
la amante que saciaba sus demonios. A veces se quedaba dormido con la aguja
todavía prendida en la piel; otras, vociferaba mientras me abofeteaba con
golpes que me partían los labios y el alma, culpándome de la muerte de mi
madre.
Reiyel Aladiah detuvo su habla y
me miró, indiferente.
-En tan sólo una ocasión, al
menos que yo recuerde, ejerció de padre. Fue el día anterior a mí sexto
cumpleaños, en 1977. Como otra tarde cualquiera, yo me topaba en casa de Doña
Paquita. Ella era quién me cuidaba sin exigir nada a cambio; se preocupaba de
llevarme a la escuela todas las mañanas, de ayudarme con los deberes después de
las clases, de jugar conmigo con la que había sido la muñeca favorita de su
hija, de cocinarme las comidas y las cenas, e incluso, a veces, de arroparme.
Merendaba cuando mi padre llamó a la puerta. Doña Paquita le abrió y los vi
hablar en el umbral de la entrada, entre murmullos y miradas esquivas. Entreví
que él lloraba. Al rato, la patrona se allegó y me explicó que papá ya estaba aquí,
que era hora de marcharse. Obedecí y me fui con él, consciente que, de nuevo,
me tocaría una paliza, o algo peor. Me equivoqué. Aquella tarde me llevó al
parque a jugar con otros niños, y con él al escondite, al pilla-pilla y a la
pelota; además de comprarme chuches y un helado de mi sabor favorito, que
compartimos. Fue el día más feliz de mi vida, y por eso al final de la tarde
recé para que no se acabase jamás. Cuando las últimas luces del día se
extinguían, cenamos un guiso preparado por mi padre. Recuerdo que las patatas
no sabían a nada, y que la carne estaba dura como el cuero, pero para mí fue la
mejor comida que probé jamás. A continuación, antes de irme a la cama y ser
arropada por él, mi padre me tendió su regalo de cumpleaños, envuelto en papel
verde, disculpándose porque no sabía aguantarse las ganas hasta la mañana
siguiente. Ilusionada, deshice el envoltorio y descubrí una pluma estilográfica
de suntuosos ornamentos y bordados dignos de la realeza, a mi visión de una
niña de casi seis años. Mi padre me reveló que con ella podría escribir cuentos
para sentirme feliz cuando me hallase apenada; historias para él, si yo así lo
deseaba, porque le sería todo un honor y una fantasía hecha realidad. Aquella
noche, sus palabras se convirtieron en mi sueño. Me fui a dormir, ansiosa de
que llegara un nuevo día para disfrutarlo a su lado. Cuando las primeras luces
del alba del 28 de octubre de 1977 iluminaron mi habitación, salté de la cama,
eufórica, y busqué a mi padre por toda la casa. –Reiyel suspiró y contempló el
suelo con la mirada ausente-. No se encontraba allí. Y nunca regresó.