lunes, 14 de diciembre de 2015

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NACHO (1)

VI

LA MALDICIÓN DE UNA HISTORIA

… Desgranaban los primeros días de diciembre y las calles de Vigo todavía languidecían bajo un sol vaporoso que se derramaba sobre la ciudad. En el crepúsculo otoñal más caluroso visto en décadas sobre Galicia, Vigo era amparado por un cielo uniforme y azul digno de ser el hogar de cualquier entidad angelical. <<Si Miguel Ángel, por buenaventura y fortuna, aún se hallase con vida confiriendo magnánimas proezas artísticas únicas en su especie, no me cabría duda, y cuento con colegas eruditos como yo que respaldan mi sentir, de que este mesías artístico se basaría en los cielos que custodian estos días Vigo para conciliar una pintura tan soberbia, por no decir divina, como La Creación de Adán o El Juicio Final>> ilustró Antonio, el prepotente y, en ocasiones, altivo profesor de Historia del Martín Códax, brindando a sus alumnos con una perspectiva impresionista haciendo gala de su pulcra prosa con la que siempre conseguía avivar el sueño de sus oyentes. Empezaba el último mes del año que abriría camino hacia el 2015, el cual, de una manera u otra, era clave para la vida de Nacho y sus amigos. Aquél era el postrero año para todos ellos en el colegio Martín Códax. Quién más y quién menos, los alumnos de cuarto de la ESO meditaban y planificaban el futuro que les gustaría vivir. Eran días felices donde los sueños de todos se mezclaban entre sus sonrisas. Poco imaginaba Nacho que esa vida tan deseada y ensoñada, se estaba acercando a su fin.
El cáncer vino sin previo aviso. Durante esas fechas cargadas de alegría y, sin el menor síntoma de su llegada, se asentó en el círculo de Nacho y sus seres queridos desmoronando sus vidas en cuestión de horas. Apenas hubo tiempo para reaccionar. La enfermedad devastó el cuerpo de Miguel Casal, el padre de Zoey, en cuestión de días. Lo forzó a ser ingresado en el hospital y dejar su vida en manos de los capacitados médicos que allí trabajaban. Pese a esto, y por desgracia, la esperanza resplandecía escasa. Los resultados de las pruebas iniciales a las que se había sometido Miguel Casal no eran todo lo halagüeñas que se esperaban. El cáncer se había adueñado de su cuerpo sin conocer la piedad. Zoey y su madre subsistían al borde del colapso permanente. Las dos se turnaban para hacer compañía al moribundo que una vez había sido Miguel Casal: el padre de sonrisa contagiosa y marido que toda mujer anhela. Durante esos días agónicos, Zoey no cesaba de faltar a las clases y exámenes de la escuela, pero poco le importaba; su vida, en esos momentos, residía al lado de su amado padre.
El mismo día que la muchacha terminó su relación con Nacho, el médico expuso las noticias sobre las segundas pruebas efectuadas a Miguel Casal. Era el alba vaporoso y cobrizo de un jueves que llevaba como fecha el 7 de diciembre de 2014. El consultorio estaba situado en lo alto de un edificio desde el que se veían la Ría de Vigo, a lo lejos, reluciendo una guirnalda de reflejos escarlatas, y la diagonal de la calle Llorones punteada de un tráfico enclaustrado entre los edificios de la extensa avenida. La consulta lucía impecable. Sus salas se hallaban ornamentadas con delicia: estanterías llenas de libros regios; cuadros alentadores y colmados de vistas a paisajes idílicos de esperanza y paz; carpetas que rezumaban autoridad desbordadas de folios; enfermeras que circulaban con diligencia y hacían gala de sus sonrisas ensayadas cuando alguien se cruzaba con ellas… Aquel lugar era el purgatorio encubierto como cielo.
-El doctor Contreras les atenderá de inmediato. Disculpen las molestias.
Zoey y su madre se desplomaron abatidas en las dos únicas butacas que había en la sala. Nacho optó por guardar las distancias y brindarles un poco de paz previa al venidero infierno que iban a sobrellevar constituido por tinieblas y malas noticias. Alba, la progenitora de la muchacha, aferraba un crucifijo entre sus dedos. Sus labios, dos líneas finas y resecas, murmuraban plegarias de súplica a un dios que, a juicio de Nacho, ni siquiera existía. Y ese día menos que nunca. Para él, Miguel Casal, siempre había sido como un segundo padre; el tío que nunca tuvo. La noche en que Zoey le invitó a cenar para que conociese a sus progenitores, Nacho temía no complacerles. Sin embargo, sucedió lo contrario. En la cena, agradable y divertida, Arregui descubrió que Miguel Casal y su esposa Alba eran dos personas fascinantes y encantadoras. Él era ateo pero le hechizaba la demonología y angelología; ella era una cristiana que no se perdía jamás una santa misa. Él disfrutaba con el rock duro; ella prefería las óperas y música clásica. Él hablaba español y chapurreaba el inglés; ella podía conversar hasta en los idiomas que no conocía. En ocasiones, él era un niño más; ella ejercía de madre a cualquier hora. Él adoraba la lectura; ella la pintura. Él no sabía bailar; ella lo hacía muy bien. Él se enfadaba alguna veces; ella nunca. Él era profesor de Historia del Arte; ella profesora de universidad. Él estaba enamorado de la atractiva mujer que tenía como esposa; ella lo sabía.
Durante el rato en que el doctor Contreras demoraba su llegada, Zoey permaneció en silencio. Acurrucada en la butaca, inmóvil como una estatua. Tan sólo sus lágrimas, amargas de rabia y de pérdida, perduraban su movimiento. Nacho nunca había visto nada tan desolador. Su novia tenía la vista perdida en los cuadros que decoraban el consultorio. Estaba pálida. Se preguntó cuántos días más podría aguantar así.
-¿Zoey? –llamó.
El silencio se llevó su voz. Con cautela, se arrodilló frente a ella y le asió la mano.
-Zoey…
Súbitamente, la muchacha le abrazó, temblando como una niña incapaz de ocultar sus miedos. Se le heló la sangre. La estrechó a él y la sostuvo mientras lloraba en su hombro.
-¿Por qué ocurren estas cosas? –preguntó, casi balbuceando.
Nacho sintió que se le secaba la boca. Zoey alzó la vista. Dos círculos oscuros se perfilaban bajo sus ojos color miel, que ya no brillaban. La única respuesta que el chico fue capaz de ofrecerle sonó rota, la voz quebrantada.
-A veces las cosas malas simplemente ocurren…
El doctor Contreras entró en ese momento en la consulta disculpándose por su prórroga. Era un hombre de ojos azules tras lentes montadas, testigos diarios de la muerte. Su sonrisa, cordial y amable, se trazaba bajo un bigote revolucionario. Trasmitía seguridad y confianza en cada gesto. Por su talante y la manera en que les ofreció el saludo, Nacho supo que el doctor estaba al corriente de algo que ellos todavía ignoraban.
-¿Cómo se encuentran? –preguntó, sin alzar la vista, mientras tomaba asiento.
-Todo dependerá de cómo esté mi marido, doctor –respondió Alba.
Contreras les auscultó en silencio, dudando entre ir directo al grano u ofrecer algún banal convencionalismo prolegómeno más. Cuando se decidió a hablar, lo hizo halando las palabras, como si sus años de experiencia médica lidiando la muerte se hubiesen desvanecido de golpe.
-No les voy a mentir. Todo apunta a que su marido tiene un cáncer de pulmón en estadio cuatro. Es de los más terribles que hay.
Durante unos segundos fueron incapaces de mediar palabra. El examen de Contreras había actuado como metralla.
-¿Cuánto hace que lo tiene? –inquirió finalmente Nacho, a media voz.
-Es imposible determinarlo con exactitud, pero creo que nos hallamos frente a un caso plenamente inusual. Si nuestros cálculos no fallan, podríamos concretar que hace tan sólo una semana, quizás menos.
-¿Entonces cómo se puede encontrar ya en estadio cuatro? ¡Eso es imposible! –rugió Alba.
-Resulta inusual, sí. Pero no imposible del todo. Algunos casos rompen las reglas, y este, por desgracia, es uno de ellos…
Medió un largo silencio en el que todos consideraron las palabras del doctor. Nacho no sabía qué decir. Zoey intentó empezar varias frases que no afloraron de sus labios.
-¿Cuál es el tratamiento que tiene que seguir? –preguntó Alba, sintiendo como sus fuerzas se perdían igual que un puñado de arena entre los dedos.
Nacho intuyó una sombra de desaliento en los ojos de Contreras, que lidiaba por no desmoronarse delante de sus pacientes. Entonces, supo la respuesta.
-Se va a morir –murmuró el muchacho.
-Sí.
                -¿Cuándo?
                -Muy pronto.
                -¿Cuándo? –amenazó Zoey. Su voz frágil y rota rompió el alma de Nacho.
-En una semana… A lo sumo dos…
La muchacha respiró profundamente. Sabía que aquel pronóstico era más que optimista.
-Es mi padre –musitó, sin saber muy bien por qué.
A Contreras se le quebró la voz.
-Lo siento… No podemos hacer más… Lo siento, de verdad…
-Es mi padre…

* * *

Miguel Casal regresó a su casa esa misma tarde. Los médicos ya no podían hacer nada por salvarle y él tan sólo quería disfrutar cada minuto que le quedaba de vida con sus seres queridos. Durante las últimas horas de ese día, los minutos murieron en un juego de miradas consumidas. Nacho abrazaba en silencio a Zoey mientras leía para Miguel Casal en voz alta; era el único al que le quedaban fuerzas para hacerlo. Miguel Casal siempre había sido un ardiente devoto de la literatura. En la cena del día en que se conocieron, el adulto expuso unas palabras que no dejaron indiferente al joven Arregui.
-La huella humana, tanto del pasado, del presente, como del futuro, se encuentra en la escritura. El día en que los libros desaparezcan, la humanidad habrá muerto sin remedio.
                Nacho descubrió con fascinación que el padre de su novia devoraba libros con ávida rapidez, para luego releerlos de nuevo si le habían hechizado. Su gusto literario no conocía límites. Se deleitaba con la prosa y narración de Tolkien. Disfrutaba con las entretenidas historias de Stephen King. Admiraba el Ulyses de Joyce. Saboreaba cada palabra del Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley. Pero sobre todo, le embrujaban las tenebrosas historias que envolvían las novelas de Carlos Ruíz Zafón, quizás, por motivo de sus propias vivencias. Cuando meses más adelante, Nacho manifestó sus aspiraciones de ser escritor, reconocido y aclamado, Miguel Casal adujo en un deseo de esperanza: <<esperemos que si publicas un libro, sea tan bueno que puedas estar en mi Biblioteca de Alejandría>>. La Biblioteca de Alejandría era su pequeño altar. Allí archivaba todos aquellos libros que él consideraba grandes obras maestras, tesoros forjados de letra y papel. Nacho insinuó una sonrisa, pero no se permitió olvidar esas palabras. Con el paso del tiempo, el chico se fue dando cuenta de que Miguel Casal ya no era sólo el padre de su novia; se estaba convirtiendo en un amigo más. Un amigo sincero y valioso. Los días que iba a casa de Zoey, y esperaba a que ella terminara de arreglarse, Nacho se sentaba al lado de Miguel Casal, en el gran sillón de cuero negro. Enfrentado al butacón, una vieja chimenea de la que nunca se hacía uso. Encima, el televisor que regía sobre la monumental biblioteca resguardada por portezuelas de cristal con algunas fotografías familiares adheridas. A un lado, en la pared contigua, yacía la Biblioteca de Alejandría, adornada con figuritas de duendes y hadas que Alba coleccionaba. Limítrofe a este mueble se encontraba el amplio ventanal que iluminaba el salón. Cuando Nacho se sentaba a su lado, el adulto abandonaba su lectura y el muchacho le entregaba los esbozos de su primera novela. Septiembre iba evolucionando con el transcurso de los meses a partir de los consejos que Miguel Casal le confería, y con los que el chico hacía muy buen uso. Una tarde de finales de noviembre de 2014 en la que Zoey aún no había acabado de vestirse, y en la que Miguel Casal no estaba en casa, Nacho comenzó a curiosear la Biblioteca de Alejandría que olía a polvo y papel viejo. Las yemas de sus dedos rozaban los lomos exhibidos, apreciando el tacto de aquellas obras que habían revolucionado el mundo. Se dejaba inundar por los secretos que aquellos viejos libros guardaban en su interior, descubriendo títulos que habían inventado la magia.
Y entonces lo vio.
Era un tomo tosco, devastado por las llamas del tiempo. Vestigios de quemaduras y huellas de sangre reseca borraban el título del lomo. Lo tomó en las manos. Las cubiertas eran tristes recuerdos de lo que una vez habían podido llegar a ser. Las quemaduras y la sangre arruinaban ambas tapas. Las letras doradas desdibujadas del título apenas se reconocían. Las leyó en silencio, acariciándolas.

Malleus Maleficarum
GABRIEL SEMYAZZA

Nacho jamás había oído hablar de ese autor. El título sí le sonaba vagamente, tal vez por la historia de miedo que les había contado Loray, el padre de Guillermo, en una ocasión. Fue varios años atrás, cuando una noche en la que Arregui se había quedado a dormir en casa de su amigo, los dos pidieron una historia de terror a Loray. El adulto sonrió y en un halo sombrío les relató los tenebrosos hechos vividos en la Europa del XVI, un siglo de arte y sangre. En un continente que apenas se había recuperado de las pestes y epidemias que la asolaron durante los siglos anteriores, y que se cobraron la vida de un tercio de la población europea, se publicó en 1487 un tratado con el fin de erradicar el mal sobre la tierra: el Malleus Maleficarum. Divulgado desde Alemania, asentó en todo el continente siglos negros de matanzas indiscriminadas. Nadie vivía a salvo de las acusaciones. Unos a otros se denunciaban, se torturaban y se liquidaban creyendo que actuaban bien; que sus esfuerzos y sacrificios estaban triunfando sobre el mal. La brujería y demás ejercicios demoníacos, casi todos ellos vinculados al gran y oscuro Aquelarre, estaban siendo extirpados de la humanidad. Al menos, eso atestiguaba la Iglesia al pueblo roto. Con el fin de lograr la erradicación total de los entes malignos sobre la tierra fue ineludible el sacrificio. Entre sesenta mil y dos millones y medio de personas, en su mayoría mujeres, perecieron a raíz del Malleus Maleficarum; siempre por el bienestar de la población. Todos perdieron a alguien en esa misión contra el mal. <<Salvar algo implica también pérdida>> finalizó Loray como moraleja a su historia, con la voz sombría y una expresión adusta. Después, apagó la luz y los dos amigos se fueron a dormir.
Pese a todo esto, Nacho Arregui estaba casi seguro de que el libro que sostenía en sus manos no era el tratado que incitaba al exterminio de brujas y demonios. Releyó el nombre del autor una vez más. Seguía sin acudirle a la mente ningún Gabriel Semyazza. Eso le resultaba inusual. La Biblioteca de Alejandría de Miguel Casal se componía de obras maestras; novelas de autores reconocidos mundialmente. Así, guardar allí ese libro poco célebre le resultaba sorprendente. Oyó que alguien bajaba las escaleras; sería Zoey. Apremiándose pero con sumo cuidado se dispuso a hojear el libro, dejando aletear sus páginas. Las hojas subsistían en un estado deplorable. Amarillentas, rotas y escabrosas. Mugrientas, rasgadas y chamuscadas. Desgastadas, resquebrajadas y balsámicas. Despojos de polvo y ceniza. Restos de sangre y humedad. Un infierno al resguardo de un libro.
Nacho se fijó, antes de que llegara Zoey, que en la primera página rezaba una dedicatoria trazada en una caligrafía atormentada:

Para R, mi ángel entre demonios

-Mi padre nunca me ha permitido leerlo –reveló su novia al entrar en el salón y encontrarle examinando el libro.
Insinuando apenas una sonrisa, Zoey relató cómo se lo imploró de mil maneras diferentes, y cómo Miguel Casal fue siempre reacio a sus súplicas. Alegaba que el Malleus Maleficarum resistía en un estado lamentable, desmesuradamente devastado para leerlo sin tomar las precauciones necesarias. Asimismo argüía que era la herencia de una buena amiga suya, difunta varios años atrás. Aquel era el motivo de que lo conservase como un tesoro. Eso, y porque además era el mejor libro escrito nunca; el más trascendental para el ser humano, según él. Zoey confesó que aquello le sedujo demasiado para dejar el tema por zanjado, así que un día lo tomó prestado sin dar parte de ello. Leyó las primeras páginas cautivada por la historia que volaba ante ella; las palabras la envolvían con su hechizo, los párrafos la encadenaban con sortilegio mágico. Apenas tuvo tiempo de cerrar el libro cuando la puerta de su habitación se abrió rápidamente y la silueta de Miguel Casal se perfiló en el umbral. Nunca vio a su padre tan disgustado y decepcionado como aquel día. Eso le pesó más que cualquier bronca o castigo. Tardó semanas en recobrar su buena relación de siempre con él. Tras el relato, Nacho consideró que actuó mal al tomar el libro sin dar parte de ello. Cabizbajo, lo devolvió a su sitio, entre La Divina Comedia de Dante y La Ilíada de Homero.
-Gabriel Semyazza no existe. Alguien se encargó de borrarlo de la historia, de hacerlo desaparecer para siempre. Igual que en La Sombra del Viento, pero en la vida real. Esto asusta, Nacho, pero también seduce. Y la fascinación, por desgracia, prevalece sobre el miedo. Le di mi palabra a mi padre de que nunca más intentaría leer Malleus Maleficarum, pero no sabía cómo retirar el prólogo de mi cabeza; las cautivadoras frases todavía logran sobre mí su hechizo seductor:

Soportamos infiernos en nebulosos tiempos oscuros.
Siempre imaginamos nuestra caída: enteramente rotos, acabados, muertos entre negras tinieblas. Esperábamos terminar unidos. Dichoso ese sueño. Todos intentamos no olvidarlo. No acabar corrompidos, hundidos.
Ocultamos la abrumadora historia; unas muertes angustiosas. Necesitábamos investigar demonios. Ansiábamos destruirlos. Toda esperanza necesita esa caída. El sacrificio implica tener amor. El riesgo es saberlo.
Siento una última lágrima tambalearse, invisible, mientras acabo este silencioso párrafo. Esto revelará arrepentimiento; nuestra zaina actuación.

E. M. D.

>>Cada noche, las palabras del prólogo acudían a mis sábanas con vanidosa persuasión, Nacho. Tras días de titubeo, me rendí a lo obvio: el Malleus Maleficarum solicitaba mi actuación sobre el misterio que le envolvía. Me puse manos a la obra e intenté recolectar información. Así, averigüé que Gabriel Semyazza es un fantasma del pasado, un recuerdo olvidado. En la obra no consta ningún registro afín a la editorial, cosa que presagiaba que no iba a ser un enigma sencillo de resolver. Pregunté en librerías, y en bibliotecas, y en la escuela. Pregunté también en editoriales, e incluso en internet. Pero nadie sabía nada. Era como si Semyazza nunca hubiera existido. La escasa cosecha informativa que logré recaudar se referían a una serie de sucesos pasados que relataban la rivalidad entre dos largas dinastías italianas, los Coeli y los Semyazza, dueñas de una opulenta y colosal fortuna tan sólo equiparable a todo una sarta de rocambolescos chismes que alimentaron la prensa de la época. Por desgracia, aquella serie de efemérides tenían poco o nada que ver con el Malleus Maleficarum de Gabriel Semyazza. De este modo llegué a cuestionarme que en manos de mi familia hubiese ido a parar un libro único en el mundo. Al final, acabé resignándome a esa verdad. Y me rendí…
-¿Por qué no acudiste a mí? Yo te hubiera ayudado encantado, pequeñaja.
-Lo sé. Pero esto fue hace ya varios años. Aún nos estábamos empezando a conocer –explicó ella con una sonrisa bailando en sus labios-. Me gustabas un montonazo, enano, por eso no quería que pensases que era una rarita obsesionada con la búsqueda de un libro maldito.
Nacho chascó la lengua y la besó con ternura. El fino roce de sus labios y su dulce aliento le hicieron temblar. Nunca se cansaría de ella.
-Me contabas que te rendiste en tu búsqueda…
-Así es. Me rendí. Sin embargo todo cambió un día en el que mi padre insinuó cómo iba mi investigación de Semyazza. Pensé entonces que volvería a decepcionarse conmigo al descubrir que intentaba resolver el misterio del Malleus Maleficarum, que de nuevo le habría fallado. Pero no fue así. Habló con la voz frágil, queda, alegando que en ocasiones no vale la pena revolver el pasado.
Agitó la cabeza, temerosa de sus propias palabras.
-Mi padre ocultaba algo, Nacho. Y me lo confesó. Creo que no todo, pero si gran parte de la red de mentiras que tejió en torno al libro maldito. Algo sucedió en el pasado. Algo que hoy en día todavía ignoro.
Nacho frunció el ceño. Su sonrisa evolucionaba hacia la preocupación.
-¿Qué te confesó, Zoey?
-Diversas cosas. Todas ellas clave para poder solventar el misterio que encierra Gabriel Semyazza y su obra. Por primera vez me describió la trama del Malleus Maleficarum: la historia relataba la desgraciada existencia de Ezequiel Domingo Martínez, un hombre que perdió todo y a todo ser querido que amó alguna vez en su vida. Por más que luchase no era capaz de impedirlo; inamovible su destino, todos terminaban muriendo. Con el transcurso de los años fue aceptando el pozo de oscuridad en el que llevaba sumiéndose desde que su hermano pequeño murió, quizás incluso desde que averiguó que su padre falleció para salvarle. Despacio pero constantes, las tinieblas lo iban encauzando hacia un camino maldito y sin retorno lejos de cualquier posible salvación. Era ese el momento en el que un atormentado Ezequiel aceptaba su destino y se reconocía a sí mismo como el diablo, con el fin de originar muerte y dolor, sangre y sufrimiento. Vivía con el único propósito de exorcizar sus propios demonios que lo llevaban persiguiendo desde mucho tiempo atrás perdiéndose a sí mismo en el proceso.
Nacho Arregui tragó saliva, y se sorprendió a sí mismo al sentir lástima por el tal Ezequiel Domingo Martínez, el protagonista del Malleus Maleficarum; un personaje que ni siquiera era real. Perder todo y a todo ser querido que se ama alguna vez en la vida es la más terrible y cruel de las maldiciones. Nacho no se lo deseaba ni a su peor enemigo, y tembló con sólo pensar que eso le sucediese a él algún día; no sabría vivir con ello.
-Asimismo hizo mención de lo poco que sabe acerca de Gabriel Semyazza -insinuó Zoey-. Escribió exclusivamente un libro que iba a publicarse con la editorial Isten Szek en una tirada de apenas trescientos ejemplares, pero no hubo tiempo. Durante los últimos trámites de la publicación, en marzo de 1990, tuvo lugar un terrible incendio en la editorial que acabó con la vida de Gabriel Semyazza, además de que las llamas devastasen todos los ejemplares de la obra. Tan sólo sobrevivió un Malleus Maleficarum: el de mi padre.
Nacho reflexionó. Toda aquella historia guardaba cierta analogía con La Sombra del Viento, lo cual le produjo, instintivamente, la incertidumbre sobre la veracidad de las palabras de Zoey Casal. ¿Se estaría quedando con él?
-Y… ¿de dónde sacó tu padre eso? Se supone que nadie conoce a Semyazza.
La muchacha sondeó el ejemplar del Malleus Maleficarum, que descansaba en La Estantería de la fama, con una sonrisa agria.
-Reiyel. Fue ella –declaró, la mirada perdida-. Todo se lo reveló hace años Reiyel Aladiah.
Nacho la miró con curiosidad, devorado por el silencio y la duda.
-¿Fue Reiyel, o como se llame, la amiga esa que murió antes de entregarle el libro a tu padre?
Su novia negó en silencio.
-Reiyel no falleció –musitó Zoey, masticando las palabras-. Al menos, no de forma literal. Fingió su muerte para poder dejar atrás el pasado, y vivir una nueva existencia, una nueva oportunidad, lejos del infierno que sufrió durante los últimos años del Franquismo y la Transición.
Zoey le miró largamente. Él la contemplaba intrigado por su aire de seriedad y secretismo.
-Una guerra jamás termina, Nacho. Quizás desaparezca el hediondo olor a muerte y sangre en el campo de batalla. Quizás acabe el conflicto bélico y se alce un bando vencedor. Quizás se alcance la ansiada paz. Pero todo es un engaño; una enmarañada telaraña tejida de paciencia y maldad con plena noción de su objetivo: ser una trampa mortal. Recelosa pero acuciosa con su búsqueda de firmeza, una mosca se posa en la red desconociendo su cruel destino de ser devorada viva. Metafóricamente hablando, la mosca es la endeble paz; la falsa telaraña, la base en la que se crea; la monstruosa y despiadada araña, el ser humano, que nunca olvida –Zoey guardó silencio unos segundos. Sus dedos se entrelazaban con gesto nervioso-. Tras una cruenta contienda, en ambos bandos perdura un odio recíproco, un deseo de venganza de quién sufre y vive una guerra en sus propias carnes, un sufrimiento que evoluciona al aborrecimiento de quién lo ha perdido todo, un… - suspiró profundamente, perdiéndose en los ojos de su novio-. Los ideales que se defienden en una guerra nunca perecen, Nacho, por eso jamás terminan; son heridas que no llegan a cicatrizar.
<<La Guerra Civil>> murmuró Nacho para sus adentros. No era necesario que su novia lo afirmase; la conocía demasiado bien. Sabía perfectamente que se refería, en particular, a la guerra que sacudió España entre 1936 y 1939, años negros de miseria, muerte y sangre, miedo y ceniza; una mancha en la historia del país que cambiaría para siempre su rumbo, y que jamás podría ser olvidada. El hedor de un conflicto bélico llevaba sacudiendo la nación demasiado tiempo; el estallido de una guerra civil era ya inevitable. Enfrentó al bando sublevado, que contaba, entre otros, con el apoyo de la Alemania nazi y la Italia fascista, contra el bando republicano, ayudado por las Brigadas Internacionales, unidades militares formadas por voluntarios extranjeros de más de cincuenta países. Fue una guerra ideológica, con la que el bando rebelde aspiraba a despojar la democracia del país e imponer su dictadura militar encabezada por Francisco Franco Bahamonde. Pueblos y ciudades enteras fueron devastadas. Miles de familias rotas. El hambre y la miseria sacudieron el país. La muerte lo envolvía todo. Quinientas mil personas perecieron en el campo de batalla; otras miles a lo largo de la terrible posguerra, cargada de miseria y violentas represiones del bando ganador. La guerra finalizó en abril de 1939 cuando el ejército  sublevado se alzó con la victoria, e impuso una larga dictadura militar liderada por Franco por espacio de más de treinta y cinco años.
-Tal como sospechas, Nacho, toda la parrafada de antes no es mía, ni mucho menos; yo no poseo un vocabulario tan culto. Con todo, necesitaba relatártela porque pocas veces escuché algo tan cierto…
Al muchacho no se le escapó que Zoey aborrecía y detestaba cualquier guerra, con toda su alma. No obstante, dicha aversión le hacía aflorar una admiración que evolucionaba al fervor más candente por ellas. A raíz de esto, la joven tenía casi todo su futuro calculado: finalizaría la ESO y el bachillerato con una alta media que le condescendiese estudiar en la universidad de Madrid, un doble grado de Historia y Periodismo, en pos de profundizar más sus saberes sobre las guerras que asolaron el planeta a lo largo de los siglos, además de adquirir los conocimientos precisos para fundar algún día su propia revista enfocada a los grandes conflictos bélicos y sus secuelas. Pensaba, también, colaborar con la Memoria Histórica en uno de sus apartados más polémicos: el de la Guerra Civil Española. Deseaba acabar con la herencia de la dictadura reflejada en su simbología, como el yugo y el haz de flechas, las cruces y el águila franquista, el víctor, los monumentos y placas a los <<Caídos por Dios y por España>>… Asimismo esperaba localizar nuevas fosas comunes y cunetas donde terminaron los miles de fusilados durante la Guerra Civil y el Franquismo, para brindarle a los muertos la sepultura digna que merecen. Su odio y fervor por las guerras venía de una edad muy temprana, cuando Miguel Casal rememoraba aventuras y desventuras de Fermín Casal, el bisabuelo de Zoey, en los años de guerra combatiendo en el bando republicano. Aquellas historias siempre culminaban con finales felices, apenas reflejos de los hechos reales vividos. Esto era así cuando Zoey aún era una niña. Con el paso del tiempo, los sucesos referidos evolucionaron; las historias que tanto le hicieron reír y soñar cuando era pequeña, cambiaron a escenas duras y trágicas, presentes de muerte y miedo. Del mismo modo, Miguel Casal le reveló el asesinato de su bisabuelo cuando fue fusilado tras la toma de Málaga por el ejército sublevado, que efectuó una masacre en la ciudad y sus alrededores en febrero de 1937. Falleció entonando la Internacional con el puño en alto, cuando una bala atravesó su pecho, según testigos que lo presenciaron. Su cuerpo fue abandonado en una fosa común que nunca fue localizada, como tantas otras.
 Zoey le confesó entonces que fue Reiyel Aladiah quién le brindó con aquel profundo cuadro de las guerras. Con la declaración, Nacho pudo averiguar que su novia se entrevistó en una ocasión con la misteriosa mujer que llegó a poseer el único ejemplar del Malleus Maleficarum; gentileza del último dato que su padre le brindó afín al libro maldito: la dirección de Reiyel Aladiah y una foto suya.
-Reiyel era una mujer muy inteligente –continuó Zoey-. Probablemente la persona más inteligente que nunca conocí y conoceré. Del mismo modo la más triste. Jamás vi una mirada tan cansada y contrita como la suya.

Reiyel Aladiah, ahora conocida como Esmeralda Torres, vivía en un modesto piso lindante a la avenida de Florida, próxima al parque de Castrelos, el más grande de todo el casco urbano de Vigo. Era mediados de un octubre frío cuando me entrevisté con ella en 2011. El viento helado soplaba en ráfagas cortantes que dejaban a mi paso un rastro de vaho. El sol apenas resplandecía velado por una bóveda de nubes extenuadas. Recorrí el itinerario, limítrofe al cauce del Lagares, cercado por naves laterales de abedules y sauces llorones que se derramaban sobre el camino de gravilla. Alcancé el principal respiradero del paseo, el parque de Castrelos, cuando las escasas luces del día comenzaban a extinguirse. El parque se componía en una suerte de laberinto serpenteante por los caminos que lo tramaban, acechados de castaños y eucaliptos, abedules y secuoyas, robles y acacias, que colmaban el paseo con hojas resecas y crujientes, de vívidos colores cálidos otoñales. En el centro, un inmenso lago artificial velado en su núcleo por fuentes que vertían arcoíris en los días de sol, y esculturas de piedras en posiciones hoscas, con rostros fríos y huraños. Puentes de piedra y madera lo atravesaban alcanzando las orillas que prolongaban los caminos de gravilla guardados por praderas verdes y lustrosas de margaritas blancas y amarillas, tréboles y violetas, especiadas por matorrales de azaleas de paleta variada.
Al ascender por uno de los caminos que rodeaban el lago, llegué a una pequeña explanada con una estatua de piedra en el centro y un pequeño estanque de nenúfares a su izquierda. Una familia de patos holgaba a pie de la orilla. Más allá, unos perros se perseguían entre ellos, vigilados de cerca por sus dueños. Al lado contrario, unos niños jugaban y reían con una pelota. En la zona más alejada, un individuo fumaba sosegado a los pies de un sauce llorón; su rostro velado bajo las escuálidas y largas ramas que rozaban el césped. Comprobé que Reiyel Aladiah estaba sentada en uno de los bancos de madera que escoltaban la estatua de piedra, con un libro abierto en las manos y una mirada extraviada en el rostro, tal como me había advertido mi padre. Ella todavía no había reparado en mi presencia, así que la observé con detenimiento. Reiyel Aladiah era una mujer realmente atractiva, de facciones suaves como las pinceladas de Velázquez. El paso de los años no la distaban de la fotografía que me había facilitado mi padre para reconocerla; tenía delante la misma imagen. Su mirada cansada y remordida y mustia se proyectaba a través de unos ojos violetas, que lo contemplaban todo pusilánimes. Su cabellera lucía larga y lisa, tan rubia que parecía casi blanca platina. Era una mujer que vivía en el pasado, en un halo de melancolía y resignación.
-¿Esmeralda Torres?
Capté su atención, pero me contemplaba distraída.
-Me llamo Zoey Casal. Sé que ya es un poco tarde, pero me gustaría poder hablar con usted sobre unos hechos que acontecieron en el pasado.
Reiyel dispuso entonces toda su atención en mí, examinándome fijamente, inmóvil. Pude apreciar la desconfianza en su mirada.
-Lo siento, chiquilla, pero hoy no puede ser… –espetó apremiante mientras cerraba su libro con ademán imperioso-. Me iba a ir ya.
Sin apenas darme tiempo a balbucear, se incorporó con urgencia y emprendió la marcha a zancadas para alejarse de allí cuanto antes. Viendo que era mi última oportunidad para detenerla, decidí jugármelo todo a una sola carta.
-Espere, Reiyel…
La mujer se detuvo en seco. Se volvió y me contempló sin apenas pestañear. Sus rodillas temblaban con gesto nervioso. Sabía que si no me la ganaba con mi próxima frase, habría perdido mi ocasión para siempre. Como no había manera de suavizar el golpe se lo dije directamente.
-Verá: hace aproximadamente un mes, me tropecé, casi por casualidad, con un ejemplar del Malleus Maleficarum, de Gabriel Semyazza. Basta con que uno lea el prólogo para darse cuenta de que se halla ante una novela única en el mundo; mágica y embriagadora. Como el autor y su obra me resultaban completamente desconocidos, aposté mi empeño en investigar sobre ellos. La faena de detective literaria resultó ser un auténtico quebradero de cabeza, aunque al final me hice con una serie de pistas; pistas que me llevaron hasta usted, Reiyel. Más o menos eso es todo.
Me encontré con su mirada. Continuaba estudiándome, recelosa. Antes de hablar, sus ojos escrutaron el parque con el fin de asegurar nuestra intimidad. Advertí que las farolas ubicadas a pie de las sendas iluminaban Castrelos con su parpadeante luz cobriza. Los niños que vi al llegar jugando con su pelota ya se habían marchado. De los tres perros en los que reparé al principio, tan sólo quedaba uno, que mordisqueaba un palo acostado en la pradera. El único que continuaba en idéntica posición era el individuo que fumaba a pies del sauce llorón que, por su figura, calculé que sería un muchacho que rozaría la veintena. Aunque sus ojos permanecían ocultos por las esqueléticas ramas del árbol, algo me indicaba que nos estaba mirando fijamente. Un escalofrío helado abrigó mi piel.
-¿Qué es lo que quiere? –preguntó al fin, abatida pero recelosa.
-Tan sólo me gustaría saber algo más sobre Gabriel Semyazza y su Malleus Maleficarum –expliqué, con sinceridad.
Reiyel Aladiah dejó escapar un suspiro mientras asentía, apocada. Se sentó de nuevo en el banco y me invitó a hacer lo mismo. La imité.
-Sospecho que eres Zoey. Por lo que tus padres serán Miguel Casal y Alba Sevillano, ¿me equivoco?
Negué procurando encubrir mi asombro.
-¿De qué conoce usted a mis padres? –pregunté.
-Miguel Casal fue un buen amigo mío durante la infancia; uno de esos con los que sólo se tropieza una vez en la vida, y que no se saben valorar hasta que se han alejado de nosotros, cuando ya es demasiado tarde. Dicen que es la filosofía del ser humano; uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde –se encogió de hombros, escéptica-. De lo único que estoy segura es de la existencia de la justicia poética. Ambos asumimos nuestros merecidos destinos, Zoey. El mío fue malo porque yo fui la mala; alejé a tu padre de mí, sin darle siquiera un banal motivo… Por lo que averigüé tiempo más tarde, a él la vida sí le sonrió. Honestamente, se lo merece; Miguel es una persona asombrosa de enorme corazón. Cuando yo subsistía al borde de la decadencia, pérdida con mi vida y sin un rumbo fijo, él estuvo ahí para tenderme su mano una vez más y ofrecerme ayuda. Fue así como el Malleus Maleficarum llegó a él; yo sé lo entregué. Lo recuerdo a la perfección. El día del reencuentro apenas lo reconocí. Tu padre estaba hecho todo un hombre y los años habían sido muy generosos con él; se le veía extraordinariamente bien, tanto físicamente como en el amor. Le acompañaba una mujer muy hermosa, Zoey; tu madre. Cuando nos reencontramos, Miguel se horrorizó al ver mi deplorable estado, harapienta y rota, y no logró disimularlo. Sin embargo, no hizo ninguna pregunta al respecto. Aún hoy le estoy agradecida por ese gesto porque no hubiera sido capaz de explicarle cómo llegué a esa situación. Simplemente aceptó el libro y me dio la nueva de una gran noticia: iban a ser padres; iban a tenerte a ti. Me alegré por ellos, Zoey. Sabe Dios que lo hice. Pero no supe evadir un desprecio frío que me envenenaba el corazón. Yo siempre había deseado tener un hijo y el destino, tejido por Dios, me lo negó; mi amado falleció muy joven, y después de él mi corazón no sintió nada por nadie; estaba roto.
-Lo siento…
-No lo sientas, Zoey. Como dije, tuve la vida que merecí.
Me revolví en el asiento, incómoda, sin saber bien qué decir. Por suerte, ella retomó la palabra.
-¿Sabes? Cuando tus padres me dieron la noticia de su embarazo, supe que algún día tú y yo nos encontraríamos, y, entonces, recordaría mi antigua vida y mi verdadero nombre. Aunque ya lo hago a diario –musitó, con una sonrisa helada en los labios y la mirada perdida.
-Reiyel es un nombre hermoso –dije.
-Sí que lo es. Lo eligió mi madre poco antes de morir. Es de lo poco que conservo de ella; eso, y el apellido. No la llegué a conocer… Lo que más me entristece es que sólo soy capaz de recordar su rostro gracias a los encomios que recitaba Doña Paquita, la vecina del piso de enfrente, sobre ella, cuando yo era niña. Siempre que me veía comentaba que poseía su misma cara, pero con unos rasgos más suaves y delicados. Mi madre era muy hermosa, y siempre paseaba una sonrisa en el rostro con la que contagiaba su felicidad a quienes le rodeaban, y que…
Me miró de soslayo, sonriendo nerviosa con una mueca encantadora.
-Perdona. No estamos aquí para hablar de mi madre.
-No tiene importancia –respondí, cortésmente.
La tensión e incomodidad de antes desaparecieron; el hielo se había roto. Sin más preámbulos, pronuncié la pregunta que me carcomía por dentro.
-¿De dónde sacó usted el Malleus Maleficarum?
-De Gabriel.
-¿Le conoció usted?
-Más que eso, Zoey. Fue mi novio  –declaró, la voz ronca por el dolor rememorado.
El corazón me dio un vuelco.
-¿El novio que dijiste antes que…?
-… falleció demasiado joven para que pudiésemos disfrutar de un hijo –atajó Reiyel Aladiah-. Sí. Él.
Durante un instante no me atreví a respirar; me había quedado muda.
-No te lo tomes a mal, Zoey, pero confío en poder solventar hoy todas tus dudas para no volverte a ver jamás. He vivido un pasado duro y difícil y no me gusta recordarlo –espetó, agriada.
                Asentí, azorada. Ella suspiró.
                -Siento ser tan brusca contigo… Pero yo le amé, Zoey. Le amé con toda mi alma. Cuando quieras tanto a alguien que con su sola presencia ya tengas el día hecho, entonces sabrás que estás enamorada, y comprenderás mis palabras. En eso consiste el amor; ser la mitad de un otro; dárselo todo a una persona, sin temor alguno, sabiendo que él o ella haría lo mismo por ti. Yo amé a Gabriel Semyazza hasta que…
                Su voz se atragantó en un sollozo.
                -Hasta que murió en aquel incendio de 1990 –murmuré, ultimando sus palabras.
                Reiyel me contempló con el rostro descompuesto. Me pareció entrever destellos de incomprensión en su mirada rota.
-Sí. Hasta que murió en ese incendio…
                Se volvió y examinó al individuo que fumaba reposado al sauce llorón, con la espalda apoyada en el tronco. Una ráfaga de viento helado avivó el vaivén de las escuálidas ramas y, por primera vez, su cuerpo quedó completamente expuesto a la vista. El color de su ropa era el negro. Zapatos desgastados. Pitillos ajustados y rotos a la altura de las rodillas. Cinturón ancho, encabezado por una hebilla plateada. Una cazadora de cuero, bonita y cuidada, que llevaba abierta. La camiseta, blanca y ajustada, exhibía su constitución fuerte. Su atuendo oscuro desprendía un aspecto de rebeldía que ganaba puntos extra con su cabello trigueño y corto, arreglado con informalidad. En su rostro, velado en las volutas de humo gris de su cigarro, algo brillaba. Sus ojos.
-¿Sabes? –Dijo de repente Reiyel-. Me recuerdas mucho a Desirée…
Su voz me sobresaltó.
-¿A quién? –pregunté, sin comprender.
La vida se le escapaba tras esa sonrisa, cortina de soledad y triste melancolía.
-No importa. Olvídalo –respondió, a media voz.
Me limité a asentir.  
-Verás –empezó-: conocí a Gabriel en una noche de Navidad de hace más de treinta años. Por aquel entonces, yo era una muchacha de ocho que languidecía bajo los muros de un orfanato cuyo nombre he querido olvidar con el paso de los años. Era un modesto hospicio, de fachada decrépita que se deshacía en ocre, enclaustrado entre dos edificios que le hacían de tenaza. Se ubicaba en la calle de la Torre, en Coruña, en una avenida amparada por residencias arcaicas y rancias que, junto a su ciudad vieja, se deshacía en recuerdos de una posguerra larga y cruenta. El orfanato era supervisado por los mismos sacerdotes de hábitos añejos que al final de la guerra levantaron la iglesia de Santo Tomás con el fin de cristianizar a los enemigos de Dios; los republicanos. El hospicio era un edificio sombrío cuyos muros laterales conservaban, todavía, los impactos de balas disparados en los días de la guerra. Su fachada anodina se alzaba en la imagen de un pórtico sostenido por cuatro columnas y, sobre él, un ojo de buey que contemplaba hacia el mar. Rematando el conjunto, una grácil espadaña coronada por una cruz que dominaba el edificio. Yo subsistía en la lúgubre penumbra que envolvía los pasillos y las habitaciones; aislados del mundo exterior por un eco sepulcral, únicamente agraviado por las letanías de los Santos entonadas en las misas.
                Su voz volaba detallando un cuadro ceniciento pintado con la magia de sus palabras.
                -Antes de llegar allí, cuando era una niña de no más de cinco años, pasaba casi todo el día en el hogar de la vecina Doña Paquita, que en paz descanse, ya que para mi padre, yo, era una desgraciada y un desliz de la naturaleza; una existencia que nunca debió existir. Apenas nos veíamos. Él prefería emplear su tiempo libre en traficar y colocarse hasta perder el conocimiento; sobre todo con su amada heroína, la princesa de su oscuridad. Siempre que regresaba a casa, sus manos y ropas olían a pólvora y sangre; sus bolsillos a dinero. Sin decir nada, se refugiaba en su habitación y se inyectaba la amante que saciaba sus demonios. A veces se quedaba dormido con la aguja todavía prendida en la piel; otras, vociferaba mientras me abofeteaba con golpes que me partían los labios y el alma, culpándome de la muerte de mi madre.
                Reiyel Aladiah detuvo su habla y me miró, indiferente.
                -En tan sólo una ocasión, al menos que yo recuerde, ejerció de padre. Fue el día anterior a mí sexto cumpleaños, en 1977. Como otra tarde cualquiera, yo me topaba en casa de Doña Paquita. Ella era quién me cuidaba sin exigir nada a cambio; se preocupaba de llevarme a la escuela todas las mañanas, de ayudarme con los deberes después de las clases, de jugar conmigo con la que había sido la muñeca favorita de su hija, de cocinarme las comidas y las cenas, e incluso, a veces, de arroparme. Merendaba cuando mi padre llamó a la puerta. Doña Paquita le abrió y los vi hablar en el umbral de la entrada, entre murmullos y miradas esquivas. Entreví que él lloraba. Al rato, la patrona se allegó y me explicó que papá ya estaba aquí, que era hora de marcharse. Obedecí y me fui con él, consciente que, de nuevo, me tocaría una paliza, o algo peor. Me equivoqué. Aquella tarde me llevó al parque a jugar con otros niños, y con él al escondite, al pilla-pilla y a la pelota; además de comprarme chuches y un helado de mi sabor favorito, que compartimos. Fue el día más feliz de mi vida, y por eso al final de la tarde recé para que no se acabase jamás. Cuando las últimas luces del día se extinguían, cenamos un guiso preparado por mi padre. Recuerdo que las patatas no sabían a nada, y que la carne estaba dura como el cuero, pero para mí fue la mejor comida que probé jamás. A continuación, antes de irme a la cama y ser arropada por él, mi padre me tendió su regalo de cumpleaños, envuelto en papel verde, disculpándose porque no sabía aguantarse las ganas hasta la mañana siguiente. Ilusionada, deshice el envoltorio y descubrí una pluma estilográfica de suntuosos ornamentos y bordados dignos de la realeza, a mi visión de una niña de casi seis años. Mi padre me reveló que con ella podría escribir cuentos para sentirme feliz cuando me hallase apenada; historias para él, si yo así lo deseaba, porque le sería todo un honor y una fantasía hecha realidad. Aquella noche, sus palabras se convirtieron en mi sueño. Me fui a dormir, ansiosa de que llegara un nuevo día para disfrutarlo a su lado. Cuando las primeras luces del alba del 28 de octubre de 1977 iluminaron mi habitación, salté de la cama, eufórica, y busqué a mi padre por toda la casa. –Reiyel suspiró y contempló el suelo con la mirada ausente-. No se encontraba allí. Y nunca regresó.    

jueves, 15 de octubre de 2015

1
NACHO (1)

V
ACUSACIÓN

-¡No me jodas, Nacho! ¿Lo dices en serio?
-¿Crees que bromearía con una acusación semejante?
-No… Supongo que no… Lo que estás diciendo es muy gordo.
-Lo sé. Pero no diría nada si de verdad no lo pensase.
-Caray, Baquetas, ¿cómo llegaste a esta conclusión?
Nacho Arregui reparó que su portátil marcaba la una y media de la madrugada. En un día cualquiera, a esas horas, el muchacho se estaría arropando entre las sábanas de su cama para conciliar descanso. Sin embargo, esa noche, el sueño le rehuía. Sacudidas de imágenes circulaban por su mente como pequeñas y punzantes descargas dolorosas. Envuelto en un halo de melancolía, el chico se dispuso, por vez primera, a mostrarle al mundo exterior la gran herida que todavía sentía muy reciente dentro de su corazón.
-Verás…, es muy complicado. De alguna manera creo que todo está interconectado con un libro. El Malleus Maleficarum y su autor maldito. Supongo que es necesaria una breve introducción para que lo entiendas…

viernes, 11 de septiembre de 2015

1
NACHO (1)

IV
ABATIDO

Fortuna, imperatrix mundi dejó de sonar cuando David Arregui descolgó el móvil.
-¿Lilith? –preguntó.
Un silencio absoluto sacudió el hogar de los Arregui. Nacho continuaba lo suficiente pegado a la puerta para dibujar su aliento en la madera, intentando adivinar qué decía el interlocutor al otro lado de la llamada. Pero su esfuerzo resultó en vano. Al rato, unos pasos ligeros, los de su padre, se alejaron hasta el umbral de la cocina dificultando la improvisada tarea de espionaje del muchacho. Esperanza no abandonó su posición; o al menos eso intuyó el chico al no escucharla andar. Cuando Nacho ya había desabrigado toda esperanza por zanjar algunas de las dudas que se batían en su mente, oyó balbucear a David Arregui.
-Seguid con el plan previsto –sentenció-. Ejecutadla…
Nacho languideció tapándose la boca con las manos, instintivamente.
El rugido de un trueno retumbó a través de la cortina de agua que se derramaba sobre Vigo. Gracias a los sonidos que el chico logró distinguir en el mutismo del hogar vislumbró la escena que habría sucedido a continuación al otro lado de la puerta. Su padre finalizaría la llamada dejando caer el móvil sin importarle la resquebrajadura de la pantalla táctil al impactar contra el suelo. Luego permanecería inmóvil, como si hubiera olvidado qué hacía o incluso dónde estaba. Finalmente, caería postrado de rodillas, abatido en un aspaviento de desgarro.
En su absurda empresa por hallar respuestas a las preguntas que le agitaban, Nacho tan sólo logró sembrar todavía más. No concebía la delirante orden que su padre acababa de decretar. La única idea que barajaba, por absurda que fuese, era que David Arregui hubiese acordado terminar, con la ayuda de un cómplice, con la atormentada vida de alguno de sus enfermos terminales; ésos que, según él, ya no tienen salvación. No obstante, algo no encajaba. La eutanasia era ilegal en España y Nacho lo sabía ya que, en las clases de Ética y en su casa, lo había debatido con determinación. El muchacho siempre tuvo su ferviente opinión ante el delicado tema: si un paciente sufriese sin límites y no existiese ninguna posibilidad de cura, el médico podría acelerar la muerte del enfermo sin dolor físico para salvarle de una lenta agonía. David Arregui compartía la misma teoría que su hijo sobre la eutanasia; sin embargo, nunca se atrevería a quebrantar el Código Internacional de Ética Médica sobre los deberes de los médicos hacia los pacientes. Entonces, ¿por qué Esperanza le había confesado que su marido sollozaba y se pasaba las noches en vela? ¿Por qué evadía a toda su familia? Nacho suspiró sin dar crédito a sus propios pensamientos. Meditaba la posibilidad de que ciertamente David Arregui hubiese consumado la vida de uno de sus pacientes terminales. Esa inclinación tan sólo le aportaba una conclusión: su padre iría a la cárcel por perpetrar lo que en España se consideraba un crimen.
-Cariño –masculló Esperanza, arrastrando las palabras-. ¿Estás bien?
Nacho Arregui escuchó en silencio. Al principio, a su padre le faltó la voz para responder.
-David –suplicó la mujer, sin aliento.
-No necesito ayuda, ya es muy tarde para eso…
El muchacho alzó la mirada con el ceño fruncido. El vaho de su resuello se dibujaba en la puerta. Algo marchaba mal. No sabía qué, pero algo no iba como era debido, y eso le inquietaba. De repente, un sonido le sobresaltó. Nacho lo reconoció casi al instante: una notificación del Facebook. Al mismo tiempo, al otro lado de la puerta, David Arregui se abrió paso a través de la penumbra del corredor y entró en su habitación. A Esperanza no le faltó tiempo para alcanzarle entre sollozos y cerrar la puerta tras de sí. El chico vaciló si debía seguir los pasos de su madre y, en el cuarto de sus padres, asaltarles para investigar sobre las preguntas que le hostigaban. Sin embargo, sabía que no era conveniente hacerlo esa noche; lo prudente sería esperar un nuevo día. En el foco de una tormenta todo aparenta ser más confuso.
Nacho retornó al rincón de su escritorio y tomó asiento. Aunque por el momento hubiese decidido no interponerse en los asuntos sombríos de su padre, seguía pensando que algo no marchaba bien. Además, la imagen de David Arregui como asesino seguía paseando por su cabeza con desinteresada frescura y morbosidad. Tras procurar apartar esa idea de su mente, el muchacho escrutó la pantalla del portátil para conocer la nueva notificación del Facebook; Ángel Vázquez le había hablado.
-¿Sabes qué es lo mejor de que te rompan el corazón? –le preguntó.
-No –declaró Nacho Arregui.
-Que sólo se rompe de verdad una vez. El resto son heridas superficiales.
Nacho meditó las palabras de su amigo, mirándolas largamente.
-Supongo que tus palabras me tendrían que animar, ¿no?
-Sí. Ese era el plan…
Arregui cerró los ojos y suspiró.
-No sé si lo has conseguido o no, pero la verdad es que es una buena frase para un libro, Ángel.
-Todo tuya. Te la regalo. Aunque bueno…, he de confesar que pertenece a El Juego del Ángel de Zafón.
Unos segundos de silencio.
-¿Crees que es cierta? –inquirió Nacho.
-Completamente.
-Hablas como si a ti también te hubiesen roto el corazón…
-Qué más da. Lo importante es que lo sé, y punto –replicó Ángel.
-¿Te lo rompieron? ¿Quién?
-Nadie.
-Ángel…
-Estamos hablando de ti, Baquetas.
-¿Fue María? –insistió Nacho.
-No.
-¿Quién?
-Nadie –amenazó su amigo.
Nacho dudó.
-¿Por qué no…?
-… ¿te lo cuento? –atajó Ángel Vázquez-. Porque quién precisa ayuda eres tú, Baquetas, y porque desde que Zoey te dejó hace dos semanas ya no eres el mismo, y porque si bien durante estos cuatro últimos días nos has hecho creer que ya estás mejor y que has superado la ruptura, en el fondo estás roto.
Nacho suspiró con amargura.
-Es posible que hayas conseguido engañar a la gente alegando que ya eres el de siempre y que, tras unos duros y difíciles días, has logrado pasar página y olvidarte de ella –concedió Ángel-. Pero con nosotros, tus mejores amigos, eso no funciona. Isma, Guillermo y yo te conocemos demasiado bien; no puedes ocultarnos tu interior. No somos de tu sangre, pero igualmente somos hermanos. Familia. Recuérdalo por siempre.
-Lo haré –anunció Nacho, lidiando con sus lágrimas-. Te lo prometo…
El fragor de los relámpagos se disipaba con el transcurrir de la noche. Un breve silencio sobrevino al último mensaje del muchacho.
-Escucha, Baquetas: no estoy seguro de si me incumbiría preguntarte esto y de si a ti te gustaría hablarlo. Pero opino que debo saberlo para poder ayudarte y…
-Suéltalo ya –sentenció Nacho.
-Vale. Bien. Allá va: ¿Qué sucedió entre vosotros? Zoey y tú erais la pareja perfecta; la que a casi todo el mundo le gustaría ser. Os envidiaba, Nacho. Si María y yo comenzásemos algo, me encantaría que fuese similar a vuestra relación. Erais muy felices, eso nunca lo he dudado.
Arregui apretó los labios, colmado de rabia.
-Lo fuimos. Tuvimos alguna pequeña pelea, como cualquier pareja. Pero éramos muy felices. Jamás llegué a pensar que nuestro amor tuviese fin…
Ángel tuvo que tolerar una pausa dramática que su amigo precisaba para no decaer.
-¿Entonces?
-Es difícil de explicar –replicó Nacho.
Su semblante se descompuso y los ojos se le hicieron agua. Una procesión de recuerdos le asaltaron en imágenes que guardaba con cierto recelo desde principios de diciembre. Abrió los ojos y, rescatando todo su valor, tecleó con vehemencia su confesión.

-Creo que mi padre está detrás de todo.