jueves, 25 de abril de 2019


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NACHO (1)

VIII
PARAÍSO PERDIDO

Reiyel permaneció sentada, muy erguida. Sus manos se entrelazaban con gesto nervioso y sus ojos me contemplaban con temor.

-Fue la última vez que los tres estuvimos juntos…
Su voz era un murmullo arrastrado.
-A David no lo vi nunca más y pasaría mucho tiempo hasta que volviese a reencontrarme con Miguel.
-¿Qué sucedió?
-Que entonces conocí a Gabriel Semyazza.
-Y eso ¿qué tiene que ver?
-Todo, Zoey. Conocerle selló el principio de mi propio fin.
La miré muda, sin saber qué decir. Reiyel advirtió mi silencio y, envuelta en una sonrisa contrita, me dirigió una mirada inquisitiva.
-¿Te apetece dar un paseo? –preguntó.
-Sí, claro.
Reiyel Aladiah empezó a recoger sus pertenencias, que reposaban esparcidas por el banco de piedra. Se envolvió en su gabardina color crema de mangas francesas y se enfundó unos guantes muy elegantes merecedores de otra época ya pasada. Por último, recogió con cansancio el libro que leía antes de mi llegada. El Paraíso Perdido de John Milton, reconocí. Compuesta a finales del siglo XVII y considerada como una de las obras cumbres de la literatura universal de habla inglesa, El Paraíso Perdido es un poema épico que, sobrepasando los diez mil versos, trata, entre otros temas, la terrible guerra que se libró en el Cielo tras la rebelión de Lucifer y sus partidarios contra su adorado Dios y su posterior caída a los infiernos como eterno castigo por su insurrección. Finalmente, los versos describen la ansiada y tramada venganza del ángel caído Lucifer hacia su padre a través de la nueva creación que habitaba en el Paraíso; el pecado original de Adán y Eva. Yo estaba al tanto de todo esto porque ese poema narrativo era una de las tantas obras que mi padre archivaba con pasión en su Biblioteca de Alejandría. Me cuestioné si sería una mera coincidencia que ambos poseyesen la misma edición, la que exponía como portada la célebre ilustración de un Lucifer pesaroso dibujada por Gustave Doré. Sin embargo opté por no darle más vueltas. Contemplé a Reiyel, intrigada. Mil preguntas sacudían mi cabeza y, de momento, ninguna albergaba respuesta.
Reiyel reparó en mi mirada ávida de información y sonrió con aquella mueca tan peculiar y encantadora.
-Nunca antes le he contado esta historia a nadie y me está costando un poco narrar los hechos de manera ordenada –confesó-. En mi cabeza, la he recreado en mil ocasiones, pero relatarla para alguien es otro cantar.
-Tómate todo el tiempo que necesites –repuse, cortésmente.
Reiyel asintió y emprendió el paseo con un caminar grácil como la brisa. La senda plasmaba un paseo tranquilo envuelto con la luminosidad cobriza de las farolas, la compañía del sonido seco de la gravilla al pisarse y el suspiro del viento filtrándose entre la arboleda. Las nubes componían el oscuro terciopelo de una noche sin luna. Reiyel se detuvo delante del estanque. Con el libro ajado bajo el brazo derecho, extrajo de su bolsillo una cajetilla de tabaco y encendió un cigarrillo. Me ofreció uno, pero decliné la oferta.
-Oye, Zoey.
-Sí.
-¿Qué vas a hacer cuando sepas toda la verdad acerca del Malleus Maleficarum y Gabriel Semyazza?
-Si le soy sincera, no estoy segura.
            -No te contengas.
        -Se lo digo de verdad, no lo sé. Cuando me topé con la novela, tan sólo deseaba leerla y descubrir algo de información sobre su autor. Como ve, un puro capricho mío. Pero ahora…, creo que todo es diferente. 
            -¿Diferente en qué sentido?
-Sé que lo que voy a decir resultará un poquito irónico –advertí-, pero, pese a que no haya disfrutado de la oportunidad de leerme íntegro el Malleus Maleficarum, puedo determinar con exactitud de que se trata de una novela única en el mundo. Esto es así porque las pocas líneas que conforman el prólogo, avistan una lectura impar y sobresaliente, casi como si hubiera un mensaje oculto en ellas; además de que a mi padre, durante las escasas ocasiones en las que se refiere al libro, se le ilumina la mirada. Es por todo esto que me gustaría ayudar a Gabriel Semyazza a que deje de ser el escritor maldito que es.
-Y ¿cómo planeas hacerlo?
Reiyel me contemplaba con una mezcla de interés y recelo. Por mi parte, traté de exponerle, lo más claramente posible, las ideas que rondaban en mi cabeza. La primera, consistía en grabar un documental acerca del Malleus Maleficarum. Sin embargo, yo apenas poseía los conocimientos audiovisuales necesarios, además de sufrir una relación tormentosa con cualquier clase de videocámaras y aparatos fotográficos. La segunda opción patinaba por ser demasiado ambiciosa. Se trataba de solicitar la ayuda de Martín Foras, un amigo de mi padre, que rige como director en uno de los periódicos locales de la ciudad. Estaba al tanto de que resultaba casi imposible que Foras accediese a publicar, en un pequeño artículo, la historia de Gabriel Semyazza y su obra. Por ello, tenía como tercera opción algo más factible. Radicaba en redactar mi propio artículo en el periódico escolar, en el que recientemente había ingresado, y exponer allí la maravillosa y siniestra historia que envolvía al libro maldito.
 Reiyel dedicó varios segundos a meditar su respuesta.
-En ocasiones no vale la pena revolver en el pasado –murmuró, la mirada perdida en las volutas de humo gris de su cigarro.
La misma frase que dijo papi, pensé.
-¿Nunca te paraste a pensar si el destino quiso que el Malleus Maleficarum nunca viese la luz, Zoey?
-¿Me está pidiendo que no haga pública la historia de Gabriel Semyazza?
-Te estoy suplicando que dejes de remover el pasado. Sólo vas a encontrar dolor y muerte si sigues por ese camino…
Tragué saliva, turbada. Me pareció que iba a llorar, y antes de que yo no pudiese decir o hacer nada reanudó la historia.
-Sí… Eso es. Todo comenzó ahí. En el día de Navidad de 1979. Tras despedirme de David y Miguel fui directamente al orfanato. Era tradición en el hospicio que en las noches de Navidad se celebrase una cena, que a nuestro juicio infantil semejaba un banquete digno de reyes y emperadores, en celebración del nacimiento del Hijo de Dios. Recuerdo que me quedé con la boca abierta al ver tanta variedad de comida de aspecto delicioso junta: pollo asado, jamón asado, chuletas de cerdo y de ternera, salchichas, guisantes, zanahorias, patatas asadas y cocidas… Tan pronto se terminó de bendecir la mesa y los alimentos, me lancé a dar cuenta de todo ello sin delicadeza alguna. Deleitándose uno con semejante vianda de fastuosas proporciones, no era difícil adivinar qué bando ganó la guerra y qué apoyos había recibido constituyendo, entonces, los pilares de un nuevo Estado que sufragaría con subvenciones, incluso hoy en día, una Iglesia cuya misión era mostrar las radiantes sendas de Dios; ese mismo Dios que abandonó este país consintiendo una guerra encubierta como infierno o un infierno encubierto como guerra. No existe la menor diferencia.
>>No me avergüenza admitir que ignoré dichas reflexiones y disfruté de aquel manjar sin titubeo alguno. Mientras, la conversación que mantenían a mí alrededor otros muchachos del hospicio se centraba en una gratificante noticia que volaba candente por todo el orfanato como si de pólvora se tratase. Los rumores atestiguaban que esa misma tarde Martín Canaval y los gemelos Gutiérrez habían sido enviados a la enfermería como resultado de una reyerta con el neófito del orfanato. Se comentaba, asimismo, que el invicto salió en heroica defensa de un tal Rafael, un muchacho afectado por una enfermedad y víctima del lacerante entretenimiento del trío mefistofélico, y su nombre, evangelizado ya como leyenda en el hospicio, Gabriel Semyazza Saligia.
            Mi cuerpo se tensó como un resorte, ávido por digerir las revelaciones que ansiaba escuchar.
-Durante el resto de la comida mis compañeros se congraciaron en toda clase de alabanzas y adulaciones hacia aquel paladín de la justicia –continuó Reiyel-. Yo me limitaba a encogerme de hombros mostrando extrañeza a sus palabras. Hacía rato que ya había perdido el hilo de la conversación porque fue allí, en ese preciso instante, cuando le vi por primera vez. Desconozco cómo supe que era él, pero le reconocí al momento. Gabriel Semyazza cenaba en silencio, ocupando un asiento alejado de la multitud que lisonjeaban su homérica gesta ignorando su inmediata presencia. Me faltó tiempo para encaminarme junto a él y sentarme a su lado. Le dediqué una mirada involuntaria de pies a cabeza. Me pareció que aquel muchacho de rostro suave y perfecto esculpido al más puro e impecable estilo del maestro Gian Lorenzo Bernini inmortalizando y personificando cada una de sus obras en mármol, llevaba el peso del mundo sobre los hombros y secretos y tormentosas experiencias poco habituales en personas de su edad en aquella mirada de adulto, reflejo de un paraíso perdido. Si de verdad existe alma, Zoey, la de Gabriel Semyazza subsistía atormentada y pesarosa como pocas se han visto…
Reiyel Aladiah se dejó envolver por el humo gris de su propio cigarro, aturdida.
-Durante aquella noche intercambiamos más miradas que palabras, al menos por su parte –me refirió ella-. Gabriel Semyazza era una de esas personas que destilan soledad en cada gesto y con cada frase que pronuncian rompen el alma de su oyente. Los detalles que me facilitó sobre él fueron escasos y no ofreció referencia alguna a su pasado, a su familia o al motivo de su ingreso en el orfanato, pero atendió con suma atención e interés mis palabras. Hablé de mi apego por la escritura enraizada a la pluma de mi padre. Nombré los rincones ocultos que la ciudad escondía. Señalé mis anhelos de cruzar el océano en pos de una nueva vida. Monologué durante horas, empero, no mencioné la existencia de Miguel o David. Con su presencia angelical me sentí más dichosa que nunca y todo lo restante carecía de valor. Aquella Navidad Gabriel Semyazza y yo forjamos un intenso vínculo que habría de durar años. Y eso ocurrió. Las primaveras se sucedieron y su transcurso convirtió a mi alter ego en una joya helénica; una escultura hercúlea, deiforme y soberana de una belleza conmemorativa a las efigies desafiantes de Alejandro Magno al panteón griego. Un soberbio y hermoso querubín que calcinaba los sentidos de cualquier fémina que gozara de su visión embriagándola hacia un fatal deseo febril que rozaba el apetito sexual. Su cabello era una cascada de rizos castaños y sus dos esmeraldas refulgían bañadas a la luz del sol, penetrantes y hechizantes.
El cigarro de Reiyel Aladiah se había consumido y después de dedicarle un último vistazo lo arrojó al suelo.
-Nada más puedo añadir sobre el proceso de metamorfosis exterior que se produjo en él –indicó, apenada, lejana-. Si interiormente manifestó cierto cambio fue completamente imperceptible, a mi parecer. Aunque Gabriel no se dejaba conocer era evidente que incontables demonios prolongaban el tormento de su alma estimulando, así, su desinterés en la gente o el mundo que le rodeaban a medida que desgranaban los años. Ignoro si llegó a plantearse el suicidio. Únicamente sé que en 1988 los dos sumábamos 17 años y que la vida de Gabriel se arrastraba hacia un camino sin retorno. Le imploré, entonces, con rabia y abatimiento, que me descubriese su interior y que me revelase sus miedos. Accedió, sospecho, porque cayó en la cuenta de que él sólo ya no lograba sobrellevar tan terrible peso en su corazón y necesitaba deshacerse de él. Compartirlo. Fue en una madrugada de otoño, la vista puesta hacia el océano y la mente evocando un negro pretérito distante, con la última estrella portadora de luz como testigo, cuando Gabriel Semyazza me refirió su historia; una suerte de narración de paleta oscura y dramática y sombría, propia de una Pintura Negra de Francisco de Goya.