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NACHO (1)
VIII
PARAÍSO PERDIDO
Reiyel
permaneció sentada, muy erguida. Sus manos se entrelazaban con gesto nervioso y
sus ojos me contemplaban con temor.
-Fue la última vez que los tres estuvimos juntos…
Su voz era un murmullo arrastrado.
-A David no lo vi nunca más y pasaría mucho tiempo hasta que volviese a
reencontrarme con Miguel.
-¿Qué sucedió?
-Que entonces conocí a Gabriel Semyazza.
-Y eso ¿qué tiene que ver?
-Todo, Zoey. Conocerle selló el principio de mi propio fin.
La miré muda, sin saber qué decir. Reiyel advirtió mi silencio y,
envuelta en una sonrisa contrita, me dirigió una mirada inquisitiva.
-¿Te apetece dar un paseo? –preguntó.
-Sí, claro.
Reiyel Aladiah empezó a recoger sus pertenencias, que reposaban
esparcidas por el banco de piedra. Se envolvió en su gabardina color crema de
mangas francesas y se enfundó unos guantes muy elegantes merecedores de otra
época ya pasada. Por último, recogió con cansancio el libro que leía antes de
mi llegada. El Paraíso Perdido de John Milton, reconocí. Compuesta a finales
del siglo XVII y considerada como una de las obras cumbres de la literatura
universal de habla inglesa, El Paraíso
Perdido es un poema épico que, sobrepasando los diez mil versos, trata,
entre otros temas, la terrible guerra que se libró en el Cielo tras la rebelión
de Lucifer y sus partidarios contra su adorado Dios y su posterior caída a los
infiernos como eterno castigo por su insurrección. Finalmente, los versos
describen la ansiada y tramada venganza del ángel caído Lucifer hacia su padre
a través de la nueva creación que habitaba en el Paraíso; el pecado original de
Adán y Eva. Yo estaba al tanto de todo esto porque ese poema narrativo era una
de las tantas obras que mi padre archivaba con pasión en su Biblioteca de Alejandría. Me cuestioné
si sería una mera coincidencia que ambos poseyesen la misma edición, la que
exponía como portada la célebre ilustración de un Lucifer pesaroso dibujada por
Gustave Doré. Sin embargo opté por no darle más vueltas. Contemplé a Reiyel,
intrigada. Mil preguntas sacudían mi cabeza y, de momento, ninguna albergaba
respuesta.
Reiyel reparó en mi mirada ávida de información y sonrió con aquella
mueca tan peculiar y encantadora.
-Nunca antes le he contado esta historia a nadie y me está costando un
poco narrar los hechos de manera ordenada –confesó-. En mi cabeza, la he
recreado en mil ocasiones, pero relatarla para alguien es otro cantar.
-Tómate todo el tiempo que necesites –repuse, cortésmente.
Reiyel asintió y emprendió el paseo con un caminar grácil como la brisa.
La senda plasmaba un paseo tranquilo envuelto con la luminosidad
cobriza de las farolas, la compañía del sonido seco de la gravilla al pisarse y
el suspiro del viento filtrándose entre la arboleda. Las nubes componían el
oscuro terciopelo de una noche sin luna. Reiyel se detuvo delante del estanque.
Con el libro ajado bajo el brazo derecho, extrajo de su bolsillo una cajetilla
de tabaco y encendió un cigarrillo. Me ofreció uno, pero decliné la oferta.
-Oye, Zoey.
-Sí.
-¿Qué vas a hacer cuando sepas toda la verdad acerca del Malleus Maleficarum y Gabriel Semyazza?
-Si le soy sincera, no estoy segura.
-No te contengas.
-Se lo digo de verdad, no lo sé.
Cuando me topé con la novela, tan sólo deseaba leerla y descubrir algo de
información sobre su autor. Como ve, un puro capricho mío. Pero ahora…, creo
que todo es diferente.
-¿Diferente en qué sentido?
-Sé que lo que voy a decir resultará un poquito irónico –advertí-, pero,
pese a que no haya disfrutado de la oportunidad de leerme íntegro el Malleus Maleficarum, puedo determinar
con exactitud de que se trata de una novela única en el mundo. Esto es así
porque las pocas líneas que conforman el prólogo, avistan una lectura impar y
sobresaliente, casi como si hubiera un mensaje oculto en ellas; además de que a
mi padre, durante las escasas ocasiones en las que se refiere al libro, se le
ilumina la mirada. Es por todo esto que me gustaría ayudar a Gabriel Semyazza a
que deje de ser el escritor maldito que es.
-Y ¿cómo planeas hacerlo?
Reiyel me contemplaba con una mezcla de interés y recelo. Por mi parte,
traté de exponerle, lo más claramente posible, las ideas que rondaban en mi
cabeza. La primera, consistía en grabar un documental acerca del Malleus Maleficarum. Sin embargo, yo
apenas poseía los conocimientos audiovisuales necesarios, además de sufrir una
relación tormentosa con cualquier clase de videocámaras y aparatos
fotográficos. La segunda opción patinaba por ser demasiado ambiciosa. Se
trataba de solicitar la ayuda de Martín Foras, un amigo de mi padre, que rige
como director en uno de los periódicos locales de la ciudad. Estaba al tanto de
que resultaba casi imposible que Foras accediese a publicar, en un pequeño
artículo, la historia de Gabriel Semyazza y su obra. Por ello, tenía como
tercera opción algo más factible. Radicaba en redactar mi propio artículo en el
periódico escolar, en el que recientemente había ingresado, y exponer allí la
maravillosa y siniestra historia que envolvía al libro maldito.
Reiyel dedicó varios segundos a
meditar su respuesta.
-En ocasiones no vale la pena revolver en el pasado –murmuró, la mirada
perdida en las volutas de humo gris de su cigarro.
La misma frase que dijo papi, pensé.
-¿Nunca te paraste a pensar si el destino quiso que el Malleus Maleficarum nunca viese la luz,
Zoey?
-¿Me está pidiendo que no haga pública la historia de Gabriel Semyazza?
-Te estoy suplicando que dejes de remover el pasado. Sólo vas a
encontrar dolor y muerte si sigues por ese camino…
Tragué saliva, turbada. Me pareció que iba a llorar,
y antes de que yo no pudiese decir o hacer nada reanudó la historia.
-Sí… Eso es. Todo comenzó ahí. En el día de Navidad de 1979. Tras
despedirme de David y Miguel fui directamente al orfanato. Era tradición en el
hospicio que en las noches de Navidad se celebrase una cena, que a nuestro
juicio infantil semejaba un banquete digno de reyes y emperadores, en
celebración del nacimiento del Hijo de Dios. Recuerdo que me quedé con la boca
abierta al ver tanta variedad de comida de aspecto delicioso junta: pollo
asado, jamón asado, chuletas de cerdo y de ternera, salchichas, guisantes,
zanahorias, patatas asadas y cocidas… Tan pronto se terminó de bendecir la mesa
y los alimentos, me lancé a dar cuenta de todo ello sin delicadeza alguna.
Deleitándose uno con semejante vianda de fastuosas proporciones, no era difícil
adivinar qué bando ganó la guerra y qué apoyos había recibido constituyendo,
entonces, los pilares de un nuevo Estado que sufragaría con subvenciones,
incluso hoy en día, una Iglesia cuya misión era mostrar las radiantes sendas de
Dios; ese mismo Dios que abandonó este país consintiendo una guerra encubierta
como infierno o un infierno encubierto como guerra. No existe la menor
diferencia.
>>No me avergüenza admitir que ignoré dichas reflexiones y
disfruté de aquel manjar sin titubeo alguno. Mientras, la conversación que
mantenían a mí alrededor otros muchachos del hospicio se centraba en una
gratificante noticia que volaba candente por todo el orfanato como si de
pólvora se tratase. Los rumores atestiguaban que esa misma tarde Martín Canaval
y los gemelos Gutiérrez habían sido enviados a la enfermería como resultado de
una reyerta con el neófito del orfanato. Se comentaba, asimismo, que el invicto
salió en heroica defensa de un tal Rafael, un muchacho afectado por una
enfermedad y víctima del lacerante entretenimiento del trío mefistofélico, y su
nombre, evangelizado ya como leyenda en el hospicio, Gabriel Semyazza Saligia.
Mi cuerpo se tensó como un
resorte, ávido por digerir las revelaciones que ansiaba escuchar.
-Durante el resto de la comida mis compañeros se congraciaron en toda
clase de alabanzas y adulaciones hacia aquel paladín de la justicia –continuó
Reiyel-. Yo me limitaba a encogerme de hombros mostrando extrañeza a sus
palabras. Hacía rato que ya había perdido el hilo de la conversación porque fue
allí, en ese preciso instante, cuando le vi por primera vez. Desconozco cómo
supe que era él, pero le reconocí al momento. Gabriel Semyazza cenaba en
silencio, ocupando un asiento alejado de la multitud que lisonjeaban su
homérica gesta ignorando su inmediata presencia. Me faltó tiempo para
encaminarme junto a él y sentarme a su lado. Le dediqué una mirada involuntaria
de pies a cabeza. Me pareció que aquel muchacho de rostro suave y perfecto
esculpido al más puro e impecable estilo del maestro Gian Lorenzo Bernini
inmortalizando y personificando cada una de sus obras en mármol, llevaba el
peso del mundo sobre los hombros y secretos y tormentosas experiencias poco
habituales en personas de su edad en aquella mirada de adulto, reflejo de un
paraíso perdido. Si de verdad existe alma, Zoey, la de Gabriel Semyazza
subsistía atormentada y pesarosa como pocas se han visto…
Reiyel Aladiah se dejó envolver por el humo gris de
su propio cigarro, aturdida.
-Durante aquella noche intercambiamos más miradas que palabras, al menos
por su parte –me refirió ella-. Gabriel Semyazza era una de esas personas que
destilan soledad en cada gesto y con cada frase que pronuncian rompen el alma
de su oyente. Los detalles que me facilitó sobre él fueron escasos y no ofreció
referencia alguna a su pasado, a su familia o al motivo de su ingreso en el
orfanato, pero atendió con suma atención e interés mis palabras. Hablé de mi
apego por la escritura enraizada a la pluma de mi padre. Nombré los rincones
ocultos que la ciudad escondía. Señalé mis anhelos de cruzar el océano en pos
de una nueva vida. Monologué durante horas, empero, no mencioné la existencia
de Miguel o David. Con su presencia angelical me sentí más dichosa que nunca y
todo lo restante carecía de valor. Aquella Navidad Gabriel Semyazza y yo
forjamos un intenso vínculo que habría de durar años. Y eso ocurrió. Las
primaveras se sucedieron y su transcurso convirtió a mi alter ego en una joya helénica; una escultura hercúlea, deiforme y
soberana de una belleza conmemorativa a las efigies desafiantes de Alejandro
Magno al panteón griego. Un soberbio y hermoso querubín que calcinaba los
sentidos de cualquier fémina que gozara de su visión embriagándola hacia un
fatal deseo febril que rozaba el apetito sexual. Su cabello era una cascada de
rizos castaños y sus dos esmeraldas refulgían bañadas a la luz del sol,
penetrantes y hechizantes.
El cigarro de Reiyel Aladiah se había consumido y después de dedicarle
un último vistazo lo arrojó al suelo.
-Nada más puedo añadir sobre el proceso de metamorfosis exterior que se
produjo en él –indicó, apenada, lejana-. Si interiormente manifestó cierto
cambio fue completamente imperceptible, a mi parecer. Aunque Gabriel no se
dejaba conocer era evidente que incontables demonios prolongaban el tormento de
su alma estimulando, así, su desinterés en la gente o el mundo que le rodeaban
a medida que desgranaban los años. Ignoro si llegó a plantearse el suicidio.
Únicamente sé que en 1988 los dos sumábamos 17 años y que la vida de Gabriel se
arrastraba hacia un camino sin retorno. Le imploré, entonces, con rabia y
abatimiento, que me descubriese su interior y que me revelase sus miedos. Accedió,
sospecho, porque cayó en la cuenta de que él sólo ya no lograba sobrellevar tan
terrible peso en su corazón y necesitaba deshacerse de él. Compartirlo. Fue en
una madrugada de otoño, la vista puesta hacia el océano y la mente evocando un
negro pretérito distante, con la última estrella portadora de luz como testigo,
cuando Gabriel Semyazza me refirió su historia; una suerte de narración de
paleta oscura y dramática y sombría, propia de una Pintura Negra de Francisco
de Goya.