sábado, 11 de julio de 2015

1
NACHO (1)

II
PUNTO DE RUPTURA

A medida que la noche avanzaba, el manto de nubes negras y la lluvia fueron aplacándose gradualmente. No obstante, el viento rugía con todavía mayor furia. Las manecillas plateadas del reloj de sobremesa de Nacho, con detalles de marquetería sobre chapa de cerezo, indicaban que era la una menos veinticinco de la noche y todo, salvo el bramar del aire y el aguacero taladrando las ventanas, permanecía en silencio.
Una y otra vez, el muchacho releía las frases que tecleaba sin confianza en su novela ganado por su mal día. Suspiró abatido y zanjó renunciar por el momento sus pretensiones de escribir para probar a hallar la clave de su inspiración. En circunstancias normales, Nacho Arregui siempre conversaba con su novia a través del Facebook con la esperanza de rescatar su iluminación y de nuevo, ponerse a escribir con tenacidad. Ahora, el chico se sentía solo y desolado y vacío; una parte de su alma había muerto el día de su ruptura con Zoey.
Tanteando despejar la cabeza, inició, desalentado, el Facebook. Repasó las notificaciones que tenía y advirtió que estaba etiquetado en una foto nueva; después la vería y comentaría. Lo que hizo a continuación fue revisar quién se hallaba conectado y, con agrado, comprobó que su mejor amigo, Ángel, estaba en línea.
           Ángel Vázquez era un muchacho meditabundo y prudente que se pasaba el mayor tiempo de su día contemplando abstraído a las personas que caminaban a su alrededor. Por su talante físico, la gente solía temerle y, en la mayoría de los casos, se apartaban de él. Tenía un semblante duro y una mirada penetrante y oscura que en ocasiones resultaba lúgubre y tétrica. Su pelo azabache, desordenado y graso, tampoco le ayudaban a caer simpático a la gente y por eso se acabó convirtiendo, a juicio de Nacho, en un chico solitario y reservado pero no afectado por la soledad. A sus auténticos amigos los podía contar con los dedos de una mano y, sin embargo, eso no le afligía en absoluto. Ángel estaba orgulloso de las amistades sinceras que había consumado a lo largo de su corta existencia y, por ellas, estaba dispuesto, aunque la gente lo ignorase, a todo.
          Nacho y él se habían conocido muchos años atrás durante las primeras semanas de clase cuando acababan de ingresar en la escuela Martín Códax. Con tan sólo seis años, Ángel se paseaba por el patio del recreo siempre con un libro bajo el brazo y una sonrisa radiante en el rostro, eligiendo, sin saberlo, un camino de soledad que lo acompañaría el resto de su infancia, únicamente por ser algo diferente al resto. Nacho todavía evocaba el día que había conocido a su amigo durante el recreo una temperada mañana de otoño en la que las hojas de los árboles comenzaban a amarillear y a caer al suelo, crujientes y resecas, convirtiéndose en el capricho de cualquier pintor con buen ojo en busca de colores cálidos para su paleta. Ángel reposaba sosegado al pie de un grueso árbol de cúpula caduca, leyendo un libro con gozoso apetito cuando Nacho se aproximó junto a él admirado por la curiosa fama del muchacho; un rarito sin amistades que como único compañero tenía siempre un cuento. La primera impresión que tuvo Ángel del niño que se le estaba aproximando, según lo que le confesó años más tarde durante una tarde en la que estaban desenterrando los recuerdos de cómo se conocieron, fue que llegaba para encajarle una tunda como la que le asestaban la mayoría de compañeros de su clase durante los recreos.  No obstante, sucedió lo contrario. Nacho se inclinó fronterizo al chico y como saludo, encajó una amplia sonrisa radiante.
              -¿Qué lees? –preguntó, señalando el fino volumen.
             Ángel lo examinó con desconfianza, temiendo que buscase mofarse de él con algún ensayado ardid. Pero a través de sus ojos, distinguió la sinceridad y decidió confiar.
             -Pablo y el cuervo blanco –murmuró bajando la mirada, avergonzado.
             -Parece interesante, ¿de qué va?
             Ángel miraba con recelo, pretendiendo descubrir cualquier signo de burla. Pero una vez más, aquel muchacho parecía sincero; así que entre balbuceos y titubeos, emprendió a relatarle por encima la trama de la historia, a la cual, el receptor prestaba embriagada atención. Una vez terminó de hacerle el resumen, volvió a dejar caer la mirada, ruborizado, recapacitando sobre lo memo que debía de parecer frente al chico que no cesaba de observarle con curiosidad.
             -¿Cuándo lo acabes me lo prestas?
            Ángel parpadeó para acreditar que no acababa de sufrir una ofuscación y que efectivamente el chico había enunciado la propuesta.
            -¿Te gusta leer? –inquirió Ángel, a media voz.
            -¡Me encanta!
            Por primera vez desde que habían iniciado el diálogo, Ángel dejó escapar un atisbo de sonrisa de niño; cándida y bonita. Al verlo, Nacho descubrió que a ese chico de mirada lúgubre y risa radiante, lo único que le faltaba para ser completamente feliz, era gozar de amigos de carne y hueso.   
         -¡Encantando! Soy Nacho Arregui –proclamó ofreciéndole la mano sin perder la expresión alegre.
Con gesto trémulo, Ángel la estrechó y, nervioso, se presentó a quien podría ser su primer amigo.
-Yo: Ángel. 
Ninguno de los dos supo con exactitud si aquel encuentro fue cuestión de libre albedrío o acto de la complicada red que tejía segundo a segundo la rueda de la diosa Fortuna. Con todo, aquel encuentro marcó un punto de ruptura en sus vidas. Fue el inicio de la Tribu.
       El apego fue mutuo e instantáneo. Al poco, Ángel y Nacho se consideraban uña y carne, hermanos de otra madre; almas gemelas. El entusiasta gusto por la literatura los había unido y, con el tiempo, los volvió inseparables. Los libros que se iban leyendo se los prestaban el uno al otro, con enorme agrado, abriendo ante ellos un mundo paralelo que poca gente lograba entender. De este modo, crecieron y maduraron juntos como personas. Nacho ayudó a que Ángel fuese admitido por la clase, además de encontrar amigos sinceros; por su parte, Ángel le enseñó a contemplar a las personas y entenderlas con solo mirarlas. Así, ese muchacho que durante su infancia había sido segregado  de la gente, ahora degustaba con buen paladar la felicidad. Tenía un talento excepcional para la guitarra, y lo aprovechaba para tocar en el grupo que tenía formado con Nacho y sus amigos. Su madre insistía en increpar que no le había pagado unas clases para que las derrochase en lo que ella apelaba <<música del diablo>; pero Ángel, arisco a esos comentarios, se complacía tocando con su grupo: Iron Dreams.
Un día, cuando ya cursaban la ESO, Nacho decidió que quería ser escritor y le mostró a sus amigos, algunos de sus manuscritos. Ante esto, Ángel tuvo una inicial sacudida de envidia; él también anhelaba ser novelista e incluso había emprendido la ardua tarea de escribir un libro, al que acabó renunciando con el tiempo por falta de talento. Por el contrario, el muchacho tuvo que reconocer el dadivoso ingenio del que gozaba Nacho para la novela. Aquello fue el primer signo de malestar por parte de Ángel hacia el chico. El siguiente fue más o menos por la misma época cuando una chica nueva, llamada Zoey, ingresó en el colegio Martín Códax; pero eso era un mal recuerdo que Ángel siempre deseaba relegar e ignorar. <<Eso es historia>> solía decirse a sí mismo; <<ya lo he superado>>.
Su principal afición, amén de la guitarra y la lectura, era el taekwondo. Ángel Vázquez adoraba ese deporte casi tanto como había venerado a Zoey. Durante años, todas las tardes del curso, sin importar si había concluido sus estudios y deberes, el muchacho escapaba de su vivienda sin ser visto, e iba directamente al gimnasio a mejorar sus potentes y ágiles patadas. Prometía ser una gran expectativa para el taekwondo gallego y eso le inundaba de satisfacción. No obstante, cuando regresaba a su hogar, ya alcanzado el crepúsculo, su madre siempre le esperaba mal maquillada, semidesnuda, y furiosa, en el rellano de la entrada. El muchacho bajaba los ojos temiendo que, si su madre leía su mirada, vería en ella la complacencia que el taekwondo le brindaba, y se lo arrebataría tal como hizo con las clases de guitarra y sus libros.
-¿Qué cojones estás haciendo de tu vida, chaval?
-Perdóname.
-¡Vete a tu cuarto y no salgas; hoy no cenas! ¡Tampoco se te ocurra molestarme; voy a estar ocupada con un hombre en mi habitación!
-Sí, madre.
Años después, todo continuaba igual. Ángel se había encargado por su propia mano de que ningún amigo suyo, ni siquiera Nacho Arregui, conociese a su madre ni estuviese al corriente de lo que acontecía en su hogar: maltratos que recibía, un sinfín de individuos que paseaban diariamente por su casa en busca de placeres adulterios…
Y pese a todo, Ángel Vázquez era feliz.

* * *

-¡Ángel! ¿Qué tal llevas los ejercicios de matemáticas?
-Si intentas iniciar una conversación conmigo para hablar de tus libros, al menos cúrrate una frase creíble; que lo de las matemáticas, en voz tuya, suena demasiado falso, Baquetas.
                -Tomo nota; procuraré ser más realista la próxima vez.
-Nacho: el chico que sabe escribir novelas dignas de ser best-seller, pero que no es capaz de inventarse una excusa decente.
-Te estás pasando…
-No te quejes. Pero bueno, dime, ¿qué tal va Ébola?
-Va bien…
-¿Sólo va bien? ¡Venga Nacho, si por lo que me contaste en clase esa novela prometía ser tu mejor proyecto hasta ahora! Los personajes, la historia…, ¡todo es perfecto!
-Gracias. Pero…, lo cierto es que hoy no vengo para hablarte de mis libros…
-¿Ah, no?
-No.
-Es por lo de Zoey, ¿verdad?
-Sí…
Un relámpago, acompañado de su venidero trueno, iluminó la bóveda negra que se derramaba sobre la ciudad dormida, mientras el aguacero implacable continuaba descargando sus gruesas lágrimas de lluvia en las calles y tejados de Vigo. Semanas más tarde, los escasos supervivientes a la catástrofe hablarían de este diluvio como el llanto de los ángeles premonitorio del fatal destino al que inexorablemente la humanidad era conducida.  
Nacho languideció repasando los mensajes de la conversación con una mirada larga, sin pestañear. Aunque supiese lo que iba a suceder ipso facto, no estaba dispuesto para ello. Desde que Zoey solventó poner punto y final a su relación aquel siete de diciembre, el chico siempre procuraba rehuir de felices recuerdos de su idilio y, sobre todo, ansiaba desechar con la gente la cuestión de su quiebra amorosa porque si fracasaba, sus ojos se llenaban de lágrimas y su mirada se extraviaba buscando recuerdos faustos pertenecientes a un pasado muy reciente.
-¿Qué tal lo llevas? –inquirió Ángel Vázquez, desde la sombra del tétrico salón de su hogar -aunque él optaba por no llamarlo así ya que amparaba la esperanza de poder marcharse de allí algún día-, a través de su ordenador ubicado sobre la mesa de cristal negro en un rincón de la habitación custodiada por una pared de mugre y humedad en la que la escasa pintura pendía en jirones.
Arregui escudriñó en su amplio vocabulario la palabra adecuada para aproximarse a la remota definición de su angustia y desasosiego, pero pronto cayó en la cuenta de la vanidad de su tentativa y no supo qué responder.
-Tu silencio lo dice todo…
Nacho miró la pantalla afligido. Una sensación desagradable agitaba su estómago.
-¿Tocar la batería o leer no te anima?
-No…
-¿Escribir?
-Tampoco… Llevo intentándolo desde hace días, pero en todo este tiempo apenas he completado tres páginas. Todo lo que tecleo últimamente me parece insípido y pésimo, como una obra de Blue Jeans. Me basta con releer las frases para saber que mis palabras no valen nada.
Un largo silencio.
-Di algo, por favor –suplicó Nacho Arregui.
Ángel bajó la mirada y se sorprendió a sí mismo por hallarse en blanco e irritado. Le incomodaba descubrir que una parte recóndita de su ser se complacía por esa rotura con Zoey; si bien porque, aunque fuese inconscientemente, siempre lo había anhelado con vehemencia. Esto avivaba en él un brote de cólera ab imo pectore que agrandaba por segundos. Si se encontrase delante de Nacho, no vacilaría en ofrecerle un cálido abrazo e inundarle, pese a ser de un falso amor, de conforte y alivio. Pero desde la distancia era imposible. Tras un prolongado silencio expresó lo único que le vino a la mente.
-Lo siento, tío…
A Nacho se le formó tal nudo en la garganta que durante unos segundos apenas llegó aire a su cerebro. Después de aquellas palabras vacías ninguno dijo más. Con la discordante sinfonía del fragor de los relámpagos en el exterior, en los cascos del chico comenzó a sonar Carrie de Europe, una de las baladas del rock que más le cautivaban. Y entonces, con la mirada fija en la negra bóveda del cielo, iluminada y escindida por los rayos y el eco de los truenos, el muchacho fue asaltado por un recuerdo que conservaba desde sus primeros días en la educación secundaria, enterrado entre cortinas de felicidad.

Una fría mañana de mediados de septiembre en la explanada de eucaliptos del colegio Martín Códax, Nacho correteaba por el patio del recreo saboreando una ensalada de aromas únicos que sólo allí podía degustar: olor a tierra fresca y de lluvia; olor a bocadillos, zumos y yogures que desayunaban los niños con delicia; olor a tiza y material escolar; olor a eucaliptos y otros bosques plantados en el patio y sus alrededores; olor a sudor y, en ocasiones, olor a orina. Una parte de su subconsciente se creía desdichado por tener que emprender un nuevo curso escolar que duraría un largo año, además de abordar la ESO, lo que muchos calificaban como una auténtica condena. Pero, por otra parte, también valoraba lo bueno que era regresar al colegio y reencontrarse con sus amigos de siempre y dar la bienvenido a los nuevos. A raíz de los saludos con los viejos compañeros de clase, risas, bromas y exclamaciones; en resumen: una embutición de tres meses de verano en tan sólo dos escasas horas, apenas hubo tiempo de fijarse en las caras desconocidas. A Nacho le pareció de pasada que uno era de estatura baja, con una generosa nariz y sonrisa fácil; la otra, una chica callada.
Después del cansino discurso de bienvenida por parte de la directora, en el que no faltó el: <<yo también siento al igual que vosotros el fin de las vacaciones>> y <<esperemos que este curso sea el mejor hasta ahora y trabajemos todos al máximo para que así sea>>, llegó el codiciado recreo tanto por alumnos como profesores. Nacho y sus amigos optaron por jugar una emocionante partida de escondite en la que le tocó quedar a Ángel, envuelto en sus quejas y protestas, arguyendo que hubo trampas durante la elección. Nacho corría eufórico por el patio en busca de un buen escondite donde no ser visto, cuando advirtió que una bandada de palomas se había congregado en el centro de la explanada de eucaliptos, a los pies de uno de los árboles de porte recto y de corteza exterior con aspecto de piel que pendía a tiras dejando manchas parduscas sobre la corteza interior. Las aves lo envolvían todo, como un manto de alas blancas que ondeaba en silencio. El muchacho caviló rodearlas, pero justo entonces advirtió que la bandada le abría paso sin alzar el vuelo. Avanzó a tientas, contemplando cómo las palomas se retiraban a su marcha y volvían a cerrar filas tras él. Al llegar a la médula de la explanada escuchó la estridente carcajada de un niño, perseguido por otro, encordando la mañana escolar. Se detuvo un instante, encallado en un océano de aves plateadas que alzaban el vuelo y, entonces, levantó la vista y vislumbró una silueta digna de rivalizar con Afrodita y de ser la musa del artista más vanidoso sobre la faz de la tierra. Nacho creyó que se disipaba en una visión. La muchacha era la chica callada, recién llegada al Martín Códax, e iba escoltada por Silvia, quien la estaría llevando de tour turístico por el perímetro escolar además de confesarle un sinnúmero de jugosos cotilleos. Lucía una blusa celeste con iniciales níveas bordadas sobre el bolsillo. Los pantalones vaqueros eran de un azul satinado y, atado en su cintura, colgaba un jersey oscuro y desgastado. Calzaba imitación de converse negros de tela roída y mal atados. Su cabello rebelde y dorado se ondulaba como suaves olas a la merced del viento y resplandecían a la luz del sol, además de ensalzar su tez morena. Detuvo su paseo con Silvia y se volvió un instante. Por un segundo, sus ojos de miel se encontraron con los de Nacho y ella le concedió un esbozo de sonrisa, elevando las comisuras superiores de sus labios y definiendo el arco de Cupido, revelando una dentadura blanca y perfecta. Examinándolos con curiosidad, Silvia susurró algo al oído de la joven provocándole una efímera risita y, rodeándola con su brazo los hombros, la invitó a continuar su recorrido por el colegio. El chico las contempló hasta el instante en que desaparecieron de su vista y entonces cayó en la cuenta de algo: se había enamorado de esa sonrisa blanca y dulce; pero sobre todo, se había enamorado de la muchacha que la exhibía. Aquella mañana, Nacho fue el primero en ser encontrado durante el juego del escondite y le tocó quedar en la partida venidera, pero no le importó; todo le resbalaba. Aquel atisbo efímero de Zoey Casal en la explanada de eucaliptos le acompañó durante las primeras semanas del curso y le no le faltó tiempo para decidir que a partir de ese instante, jugaría todo su empeño y constancia en pos de la conquista de su amor.
Fue otro punto de ruptura.

Un rayo quebró la línea del cielo y Nacho abrió los ojos en un respingo. La canción de Europe se había terminado y comenzaban a sonar los primeros acordes, distantes en su mente, de Wanted dead or alive de Bon Jovi. Se desprendió de los cascos reposándolos sobre la mesa, limítrofe al portátil, sumiéndose en un silencio absoluto. La penumbra de su habitación, tan sólo irradiada por la espectral y tenue luz de su ordenador, lo sumergió en un letargo de recuerdos dolorosos; sentía cómo su vida, que hasta ese momento siempre le había parecido perfecta, se desmoronaba sin control. Suspiró consternado. Deploraba su amistad con Guillermo. Echaba en falta el cariño fraternal de su padre. Pero sobre todo, añoraba el amor y calor que Zoey siempre le auxiliaba. Los cimientos de una angustia ineludible comenzaban a fraguarse y una lágrima lánguida y pesada descendió por su mejilla. Escrutó el portátil largamente, cargado de rabia. El Facebook permanecía abierto. Su conversación con Ángel Vázquez perduraba en tablas; Nacho incapaz de continuar si su amigo no hablaba. No debía de hacer ni medio minuto que contemplaba afligido el ordenador cuando escuchó la puerta de la habitación de sus padres abrirse. Apenas tuvo tiempo de alzar la vista hacia la entrada de su cuarto cuando un gritó colmado en cólera resonó en el hogar de los Arregui.
-¡No necesito de tu compasión!
El eco de la voz de su padre se perdió por el corredor de la casa, sumiéndose a continuación en un silencio absoluto. Una corriente de aire helado acarició el rostro de Nacho y lo estremeció en un escalofrío. Contempló, postrado en su silla, inmóvil como una gárgola que colma las almenas de una catedral gótica, la entrada cerrada de su habitación. Escuchó unos pasos ligeros caminar al otro lado de la puerta con insolvencia hasta detenerse frente a ella. No supo por qué, pero el muchacho contuvo la respiración apreciando el sabor amargo de un miedo que emprendía su extensión vanidosa y sin razón por todo su cuerpo. Procurando hacer el menor ruido posible, Nacho abandonó su asiento y se dirigió al umbral de su cuarto. Podía oír el sonido de su propia respiración, de sus propias ropas rozándose al andar, de sus propios pasos aproximándose a la entrada. Cuando ya se encontraba a escasos centímetros y el vaho de su aliento impregnaba la madera de pino de la puerta, pudo escuchar las balbuceantes y consternadas palabras de Esperanza.
-David, escúchame. No lo quería decir con…
­-… ¿esa intención?
Oyó llorar a su madre al otro lado del umbral. Por primera vez, la mujer que siempre se había mantenido firme y recia como un pilar indestructible ante las lágrimas, le pareció más frágil y más niña que nunca.
-¡Escúchame tú, Esperanza! ¡No sabes lo que está por llegar! ¡¡¡No tienes ni idea!!! Y lo que menos necesito ahora son de tus estúpidos lamentos y lloriqueos.
Nacho tragó saliva, abrumado, notando como los vellos de su nuca se erizaban.
-Cariño, por favor… Tus hijos también están preocupados por ti –declaró Esperanza, a media voz-. Te lo suplico: dime qué te ocurre…
Y entonces lo escuchó. David Arregui lloraba de rabia.
Sonó un leve toque en su puerta. Supuso que su padre, apenas lográndose mantener en pie, se habría arrastrado hasta un rincón buscando a tientas en la penumbra un lugar en el que apoyarse. La trémula y lejana voz de su madre llegó a oídos de Nacho.
-David…
Sólo obtuvo silencio.
Nacho no lo pudo ver ni confirmar, pero estuvo seguro de lo que ocurrió. Había sucedido lo mismo cuando David Arregui tuvo que revelarle a Esperanza el fallecimiento de su madre Natasha. De nuevo y, como en el pasado, David Arregui bajaría la mirada largamente, sin pestañear, hacia el vacío. Chasquearía la lengua y a continuación se quedaría mudo unos segundos. Temblando. Tardaría un rato en despegar los labios. Esperanza buscaría su mirada evasiva, en la penumbra y, al no encontrarla, surgiría una sombra de terror en sus ojos. Entonces, ella tomaría su rostro con las manos y le obligaría a mirarla. Se encontraría ojos sin vida, vacíos, consumidos de rabia y de pérdida. Sería en ese momento cuando David Arregui, con el rostro descompuesto y la voz rota, realizaría su terrible confesión.
-¿Es que no lo entiendes, Esperanza…?
El corazón de Nacho batía en su pecho como si el alma se le quisiera escapar y desaparecer para siempre.

-… Todo va a terminar. Es el fin…

miércoles, 1 de julio de 2015


1
NACHO (1)

I
UNA NOCHE DE DICIEMBRE

Definitivamente iba a ser un día caótico. Nacho tendría que despertarse temprano para poder coger el bus e ir al colegio con su hermana, al tiempo que seguramente aún estaba con el desayuno en la garganta. Luego, ya en la escuela, quedaban por delante seis aburridas horas de clase mientras recibía alguna desagradable nota de evaluación, pues el final de trimestre estaba peligrosamente próximo. Por la tarde, nada más terminar de comer, tocaba ensayo con su grupo y luego, salir corriendo al gimnasio donde a toda velocidad se pondría el kimono para realizar su deporte favorito: judo. Por último, por la noche era la hora de la cena con la clase y, todo el mundo sabe que después de una cena de esas, toca ir de fiesta por Vinos, la mejor zona de marcha de toda Europa en opinión de Nacho.
                Pero para eso aún quedaban unas horas. Un pitido le despertó de sus pensamientos: el microondas había acabado de calentar la leche que se tomaba en su habitación después de cenar. Abrió la puerta del aparato y sacó una caliente taza que soplándola, la transportó hasta la mesa. Desvió la mirada hacia la ventana para ver si el tiempo había mejorado un poco. Pero seguía lloviendo con intensidad; las nubes negras cegaban la luna y tendían su manto de tinieblas sobre los tejados de la ciudad. El clima era todo lo contrario al de los días anteriores en los que había lucido un sol espléndido. Gota tras gota, la lluvia acribillaba con rabia las ventanas y empapaba las calles provocando que en el exterior hiciese mucho frío, más del que normalmente hace en Vigo, Galicia.           
                Nacho Arregui se vio reflejado en el cristal de la ventana. La imagen estaba distorsionada pero se reconoció al instante. A sus quince años, el muchacho era muy atractivo y su peinado castaño jaspeado de rubio era la envidia de multitud de chicos de su edad; lo tenía largo por atrás hasta la altura de los hombros y un tanto cardado, similar a algunos de sus ídolos del rock como Poison, White Lion o Ratt. Al muchacho le encantaba su pelo; había tardado varios años y un sinnúmero de enojos con su madre para dejarlo como a él le gustaba. Su mirada reflejada en el cristal se encontraba cansada a origen de todas las desdichas que había sufrido últimamente. A pesar de esto, el color habitual de sus ojos permanecía intacto: oscuros y grises, del mismo color del firmamento en una noche nublada de otoño. Según sus seres queridos, eran concentrados y enigmáticos, aunque también serenos y soñadores, románticos; distintivo que manifestaba muy bien la personalidad del chico.
                Separó la silla de la mesa de reproducción renacentista y se sentó. Su mirada se posó en el vaso de leche y sus pensamientos empezaron, de nuevo, a flotar. <<¿Por qué mi vida se ha complicado tanto en tan poco tiempo?>> se preguntó Nacho mientras jugueteaba con la cuchara, dentro de la taza, recreando pequeños remolinos en la leche. Su vista se centraba en ella, viéndola girar y girar hasta que al final, sus ojos se posaron en su madre, que acababa de entrar en la cocina y con el rostro descompuesto observaba a su hijo. Vestía una bata negra regalada un par de años atrás por su marido en su cuarenta aniversario, cuando, según ella, acababa de entrar en la “Edad de Plata”. Pocas mujeres son las que aceptan el paso del tiempo que irremediablemente se refleja en sus rostros, pero su madre siempre lo había aprobado de muy buen grado tomándolo por algo natural.
                Esperanza era de esas mujeres de dos caras, o al menos eso decían sus compañeros: en su trabajo como abogada paseaba siempre arreglada y elegante por su bufete, manteniendo su reputación de estar considerada como una de las mejores en el complicado mundo del derecho; por el contrario, por la casa y calle vestía con colores vivos y ropa cómoda que la convertían en una mujer joven, atractiva y, para muchos, irresistible. Aunque ya estuviese dentro de los cuarenta, se conservaba muy bien y era muy guapa; en varias ocasiones había provocado silbidos y piropeos de personas que pasaban a su lado por la calle ansiando poder saborear su perfecto cuerpo de musa.
                Su cabello rubio veteado de castaño resultaba armonioso con sus ojos azules y expresivos, penetrantes. No obstante, en aquellos días se encontraban cansados y nublados, terriblemente tristes; como si acabara de sufrir una fuerte conmoción de la que tardaría mucho tiempo en recuperarse.
                Madre e hijo intercambiaron una mirada apenada.
                -Cariño, ¿te ocurre algo? –preguntó Esperanza, arrastrando las palabras, sabiendo que la simple respuesta que iba a recibir de su hijo era un <<no>>.
                -No, nada –declaró Arregui, negando con la cabeza-. Tranquila, mamá.
                Esperanza suspiró y asintió en silencio. Dio por hecho que la conversación ya había terminado, así que se volvió y cuando se disponía a salir por el mismo lugar por el que entró, Nacho continuó hablando:
                -Mis problemas son los típicos de un adolescente de mi edad. Sin embargo, a papá si le pasa algo, ¿qué le ocurre?
                La pregunta pilló por sorpresa a Esperanza, quien no pudo evitar que su mirada cayese al suelo mientras una lágrima lenta descendía por su mejilla. Se acercó a Nacho y se sentó a su lado dejándose caer en una de las sillas adornada con imitación barroca. Se despojó de la bata quedando ataviada con un vestido de encaje para dormir del color del más puro copo de nieve. Le tomó la mano a su hijo y con voz trémula respondió en un murmullo.
                -No lo sé…
El muchacho la miró en silencio y no pudo aplacar una pequeña contorsión de tristeza
-No lo sé, cariño… Desde hace unas semanas, tu padre está muy extraño, distanciado: casi no duerme y los días que lo hace se despierta sobresaltado y gritando consumido por sus pesadillas; pesadillas que tampoco me cuenta. Cuando no se acuesta, se pasa toda la noche observando por la ventana mientras llora en silencio. Él piensa que no le oigo, que estoy dormida, pero…, pero…
                Arregui tragó saliva.
                -… Le he preguntado en varias ocasiones qué es lo que le ocurre, sin embargo no me quiere contar nada; me evita, te evita, evita a tu hermana Natalia… Nos evita a todos… Hace ya un par de semanas que no queda con ninguno de sus amigos, hace tiempo que no va al trabajo, hace tiempo que…
                Su voz se ahogó en un llanto de consternación.
-… Tu padre ya no es el mismo y no sé por qué…
                Esperanza estalló en sollozos y abrazó con fuerza a su hijo. Nacho la estrechó a su vez sintiendo como se le encogía la garganta y le faltaban las palabras. Una lágrima de rabia brotó en su ojo derecho al ver en el final del pasillo a su padre al umbral de las sombras dejando su rostro velado en la oscuridad. Sus ojos brillaban como el fuego y Nacho observó que le miraban directamente a él. Eso le provocó un estremecimiento.
                Sin mediar palabra alguna, su padre entró en su habitación todavía sumergido en el mundo de oscuridad en el que se había ahogado semanas atrás. ¿Qué le habría ocurrido? ¿Le habrían despedido? ¿Habría muerto algún ser querido? No lo sabían. Pero si era así, ¿por qué él no decía nada?
                El abrazo perduró hasta el momento en el que Esperanza lo rompió. Abatida, contempló a su hijo e intentando forzar una sonrisa que concluyó en una mueca demasiado constreñida capaz de helarle la sangre a cualquiera, murmuró:
                -Lo siento por llorar delante de ti… Se supone que una madre ha de ser fuerte…
                -Y lo eres –adujo Nacho con benevolencia-. Pero todo el mundo tiene un límite… Mamá, no puedes decaer… Ya verás cómo todo se arregla muy pronto y las cosas vuelven a la normalidad.
                El arco de Cupido de Esperanza palpitó ante esas palabras y no pudo hacer más que ahogar un llanto de regocijo. Ella y Nacho, por desgracia, no tenían una relación de la que pudiese presumir; a duras penas conseguía, de vez en cuando, sonsacarle información a su hijo sobre qué tal le iba esto o qué tal le iba lo otro. Sus amigas no cesaban de comentarle que en realidad eso era lo más normal del mundo; <<Pero mujer, ¿Cómo te va a contar una criatura de quince años sus cosas? Para muchachos de su edad, nosotros, los padres, somos como la Santa Inquisición>>. Con el paso del tiempo Esperanza había ido verificando las palabras de sus amigas y fue testigo, por desgracia, de cómo su hijo se distanció poco a poco almacenando en él todas sus preocupaciones y desasosiegos. No obstante, en ocasiones tan especiales como escasas, Nacho se sinceraba ante ella y desmenuzaba la coraza que había ido forjando cara el mundo exterior adulto. Era entonces cuando Esperanza se sentía dichosa y disfrutaba de la oportunidad que le brindaba su hijo de ayudarle.
                -Ahora tengo que ir a arreglar mis propios asuntos –anunció el chico sin dejar de mirar con compasión a su madre-. Te quiero, mamá.
                Esperanza tardó en dar su respuesta el tiempo que le llevó tranquilizarse.
                -Cariño, si necesitases ayuda, sabes que no tienes más que decírmelo –proclamó a la vez que se acomodaba mejor en la silla. Aquel asiento no terminaba de convencerle ni a ella ni a su familia. Todo el mundo tenía que reconocer que esas sillas eran pulcras a la vista e iban a juego con la mesa de reproducción renacentista de hermosos labrados de madera; sin embargo, fueron un regalo de su madre Sol que había quedado asombrada ante la mesa de la cocina alegando que ninguna butaca iba más a juego con ella. Pero a raíz de su paramento de madera, aquellos asientos no eran nada cómodos y tuvieron que instalar un cojín que retiraron en todas las visitas de su abuela Sol hasta el día de su muerte, para no terminar las comidas con molestos calambres en los glúteos.
                -Lo sé –respondió Nacho Arregui con una media sonrisa más forzada que sincera. Esperanza se dio cuenta de ello, pero decidió no seguir insistiendo y, suspirando, aceptó con resignación. 
                El muchacho se levantó retirando la silla procurando no arrastrarla para causar el menor ruido posible, y cogió su taza de leche que ya se había templado. Con una mirada de soslayo sonrió una última vez a su madre y puso rumbo hacia el inicio del pasillo que se hallaba en penumbra. A tientas, con la mano que tenía libre buscó el interruptor de la luz y lo accionó; el corredor se iluminó automáticamente. Nacho emprendió el camino a su cuarto que se encontraba en la puerta más colindante a la cocina por petición propia cuando había dejado de compartir cuarto con su hermana; durante las noches en las que no lograba dormir, el chico visitaba la cocina y se tomaba un vaso de leche fría y con lo que tropezase en la nevera que le llenase el estómago y le indujese algo de sueño.   
                -¡Nacho, espera!
                El muchacho se detuvo ante la llamada de Esperanza y se volvió atónito ante el grito que acababa de realizar su madre. Eran las doce y diez de la noche y en condiciones normales, su casa siempre estaba en silencio a esas horas para no despertar a Natalia, que ya se encontraba dormida en su cuarto. Cuando Nacho hacía ruido, se llevaba una amonestación de su madre, que a partir de las doce menos cuarto establecía un toque de queda del silencio.
                Bajo la fluorescencia de la radiante y nacarada luz de la lámpara de la cocina, Esperanza adquirió un semblante angelical, místico. Nacho quedó fascinado ante aquella figura y, por unos instantes, estuvo seguro de que lo que tenía delante ya no era su madre y si un ángel del Señor. No obstante, al cabo de unos segundos, el chico se fijó que el rostro de Esperanza había adquirido un aspaviento de pesadumbre y parecía haber avejentado diez años de golpe. Una lágrima lenta y cristalina descendía por su suave tez y sus ojos lo contemplaban catatónicos; semejaban estar muertos.
                Abrumado, Nacho Arregui dio unos traspiés y la sangre ascendió a su garganta oprimiéndosela. En la vida había visto a su madre de semejante modo; ni siquiera cuando la abuela Sol, la progenitora de Esperanza, había muerto.
                La mujer se levantó del asiento apoyándose en el peinazo superior de la silla y se aproximó a su hijo en silencio.               
                -No olvides una cosa, Nacho. Te quiero –murmuró, con la voz rota.
                Y entonces lo estrechó con fuerza. Fue el abrazo más doloroso que Nacho había recibido nunca. En él, acaecía el calor de una persona que necesitaba la afición de otra; estaba atestado de amor y dulzura. Pero al mismo tiempo, era atormentado y acongojado; como si se tratara de una despedida para siempre. Madre e hijo se miraron bajo la luz nacarada de la lámpara, buscando palabras que no existían.
                Después, Esperanza besó al muchacho en la frente y rompió el cálido y afligido abrazo. Sin decir nada más, contempló una última vez a su hijo y abandonó la cocina en dirección a su cuarto desamparando a un turbado y confuso Nacho en el marco de la entrada al corredor.
                El chico permaneció durante unos segundos en silencio intentando asimilar qué era lo que acababa de suceder. Caviló la idea de ir a preguntar a su madre qué había significado aquella despedida, pero lo descartó suponiendo que aquel abrazo sólo había sido pábulo del sufrimiento de Esperanza ante la conducta de su marido.
                Apagó la luz de la cocina y puso rumbo a su habitación. Con una mano fuerte y afanosa, colmada de pequeñas heridas y callos a causa del judo, abrió la puerta de su cuarto y entró cerrándola tras él. Encendió la luz y miró a su alrededor; aquella guarida era su agradable y atractiva morada concebida a su medida. Un lugar propio que adquirió cuando dejó de dormir con su hermana pequeña. Las paredes, que lucían un verde pistacho muy alegre y luminoso que durante los días de sol irradiaban un clima afable y activo, rebosaban de posters de sus grupos preferidos: Iron Maiden, AC/DC, Judas Priest, Scorpions y Helloween. En el centro de la habitación descansaba una cama deshecha y sobre ésta, una bandera anarquista. Un pequeño espejo con rebordes tallados de madera presidía sobre una cómoda en la que Nacho reposaba los libros que estaba leyendo y otras diversas cosas como sus cascos de música, la cartera, las llaves, alguna libreta, videojuegos y el portátil dentro de su funda protectora. Limítrofe al espejo, yacía una pequeña tabla de corcho en la que el muchacho aprisionaba fotos que archivaba con muy buena evocación. Un armario entreabierto descansaba contra la pared y frente a éste, contiguo al amplio ventanal, yacía una batería; su gran y devota amiga desde los seis años. Le enardecía tocar ese instrumento; le relajaba y era una de sus pocas vías de escape a un mundo sin preocupación. Lindante a un lado de la cama se hallaba el escritorio, con una silla de oficina verde chartreuse frente a él. Nacho Arregui posó la taza en la mesa y cogió el portátil de la cómoda mientras tomaba asiento. Lo sacó de su revestimiento de almohadilla azul y lo encendió. Suspiró afligido y con las yemas de sus dedos comenzó a masajearse las sienes para intentar despejarse un poco. Las últimas semanas habían sido aborrecibles y eternas: los exámenes finales, la ruptura con su novia, el enfado con uno de sus mejores amigos y, ahora, la conducta de su padre.
                Desvió la mirada hacia la tabla de corcho y contempló las fotografías con nostalgia. Los dos postreros años de su vida estaban clavados ahí; recopilados en instantáneas que evocaban cuantiosas anécdotas y momentos significativos de sus vivencias. Un sinfín de sonrisas del pasado le apabullaban presumiendo de buenos tiempos que ahora parecían haberse evaporado. Entre las fotos, particularmente predominaban las de Zoey: la chica que le amparaba su corazón hasta dos semanas atrás. La risueña mirada de la muchacha le contemplaba desde una de las instantáneas tomada a principios del verano de hacía dos años; el 2 de junio en el que comenzaron a salir.
                Romper con la joven había inducido en parte al enfado que todavía perduraba con uno de sus mejores amigos: Guillermo. Según éste, su carácter había cambiado desde que Zoey y él lo dejaron. Pero en dictamen de Nacho, nada había transmutado; continuaba tan alborozado y afable como siempre, atento y generoso, respetuoso. En más de una ocasión había dado la cara por el resto, cosa que incitó a que la mayoría de su clase lo aspirase como delegado, aunque él desde un principio declaró que no quería saber nada respecto al tema; la política no era para Nacho. Asimismo seguía siendo perspicaz, sereno y complaciente, pero cuando el escenario lo requería, se tornaba serio y sacaba su genio violento. Aunque supiese judo y fuese cinturón negro, jamás lo empleaba como arma. Siempre tanteaba zanjar las situaciones con la palabra, aunque esto no en todas las ocasiones fuese posible. Sus amigos lo consideraban resuelto y muy inteligente; no obstante, recurría a dicho rasgo en contadas veces. Según Zoey, la opinión que en sí más le importaba, era soñador, muy divertido y quizás un tanto rebelde, característica que Nacho amparaba diciendo que era necesario ser rebelde para ser joven y ser activo para saber que uno está vivo.
                Dejó de flotar en su océano de sentimientos y retornó al mundo real. A través de la ventana, Arregui contempló cómo la lluvia amparaba toda la ciudad sombría mientras el viento azotaba los árboles con cólera. Los primeros tambores de tormenta comenzaron a retumbar en ese preciso momento induciendo el bramar de todo Vigo.
                Una fugaz melodía de su portátil advirtió que había concluido de iniciarse y captó toda la atención del muchacho. Se puso los cascos a través de los cuales comenzó a sonar Hallowed be thy name de Iron Maiden, su canción predilecta tanto por su ostentosa armonía musical como por su prodigiosa y profunda letra que hablan sobre las últimas reflexiones de un hombre minutos antes de morir; un tema psicológico que fascinaba al chico por su misterio y grandeza. Lo siguiente que hizo fue abrir un documento Word que descansaba bajo el nombre de Ébola. Con una mirada impagable, Nacho revisó con apremio todo lo que llevaba escrito hasta el momento con los primeros atisbos de una media sonrisa en su rostro. Si había algo que le relajaba y alentaba todavía más que tocar la batería, eso era escribir. Para el muchacho, pulsar las teclas de su ordenador con sutileza y perspicacia en una página en blanco del Word hasta convertirlas en una historia, era algo único y extraordinario; una sensación de regodeo y bienestar que sólo era comparable al efecto que abrigaba cuando estaba con Zoey. El sueño de Nacho Arregui, por arduo que pudiese parecer y por muchas veces que sus amigos hubiesen tanteado quitarle esa impetuosa idea de la cabeza, era llegar a ser algún día un escritor best-seller aclamado y reconocido en todo el mundo. Las personas que complacían de la oportunidad de leer sus escritos y manuscritos tenían que reconocer la impecable prosa del chico digna de cualquier autor famoso por sus publicaciones. Por fortuna, su familia que, a pesar de ser consciente de lo difícil que era el mundo de la profesión del escritor, lo apoyaban con regocijo a que aspirase a su sueño. El muchacho nunca olvidaría las palabras que en una ocasión, su padre había pronunciado cuando había finalizado de leer uno de sus manuscritos: <<Nacho, llegarás muy lejos con tus novelas, de eso no me cabe duda. ¿Pero sabes qué es de lo que estoy más orgulloso? Que tú, hijo, serás el próximo Carlos Ruiz Zafón>>. Aquella frase selló un punto de inflexión en su corta existencia. Desde ese día, el chico supo que ser escritor era su auténtica vocación y que de ahí en adelante, apostaría todo su empeño y perseverancia en alcanzar su sueño. Aunque a la mayoría de la gente le resultase asombroso y, casi imposible, en esos instantes una de las historias de Nacho titulada Septiembre estaba en pleno proceso de publicación bajo el resguardo de una editorial y muy pronto saldría al mercado con grandes expectativas.
                Ébola era su nueva novela que escribía con implacable ambición. Resultaba, hasta la fecha, su más afanoso proyecto que, pese a que lo hubiese recomenzado ya en tres ocasiones diferentes, prometía ser su mejor historia. Narraba el zafio nuevo mundo que se había fraguado después de que una epidemia del virus ébola hubiese barrido la práctica totalidad de la humanidad, y de cómo todos los supervivientes intentaban subsistir con desesperación a esa nueva situación. Cada noche desde que había empezado el trimestre, Nacho escribía la historia con ardor después de liquidar sus deberes y estudios escolares. Sobre todo, con más brío desde que dos semanas atrás Zoey había roto con él; escribir era una de las pocas cosas que todavía le mantenían cuerdo. Lo suyo con Zoey había sido una relación muy intensa y, por el momento, inolvidable.
                Contempló concentrado la última frase que había apuntado en su novela la noche anterior: <<La esperanza es lo último que se pierde…>>. El muchacho sonrió con pesadumbre. Tenía la sensación de que cada vez vivía más próximo a la desesperación de los personajes de su obra; lo más probable porque eran espejos de su ser, un retrato suyo.
                Lo que Nacho Arregui ignoraba era que en unas horas, él mismo viviría una situación aún más aterradora y terrible que la de sus personajes.

Y ese infierno se aproximaba sin cese.